La política peruana es como el barroco de las catedrales: por fuera el resplandor dorado ciega, aunque detrás solo hay oscuridad y hasta podredumbre.
Mientras la COP 20 discutía en Lima el futuro ecológico del planeta, en nuestra selva los derrames de petróleo amenazaban la vida nativa debido a la incompetencia de una empresa estatal. Mientras el FMI anuncia que el Perú será el próximo año el ‘país-paradigma’ del desarrollo económico, el BCR confirma que este 2014 tendremos un crecimiento de 2,6%. Y mientras el airado señor Ollanta Humala confunde las investigaciones sobre corrupción con la eventual inestabilidad del cargo presidencial, 64% de la ciudadanía desaprueba su gestión según la última encuesta de Ipsos.
Igual que en tiempos del barroco, cuando era más importante la estética que la fe real, hoy priman el respeto a la formalidad procedimental y la supuesta gobernabilidad antes que la ética y la moral de quienes nos gobiernan.
En consecuencia, y fieles a una perversa tradición que arrastramos desde los orígenes nebulosos de nuestra república, nuevamente estamos centrados en debates irrelevantes. Por ejemplo, ¿es más importante sancionar a la doctora Vilcatoma porque graba al ministro Figallo de cuya imparcialidad duda, o que este renuncie por su evidente desaprensión al permitir la intrusión del consejero presidencial Roy Gates en las investigaciones sobre el prófugo Martín Belaunde? ¿Basta con que el presidente devuelva un ostentoso bastón de mando, o debe deslindar con mejores pruebas en el Caso López Meneses? ¿Nadine Heredia debe declarar ante una comisión investigadora o será que la sola convocatoria para esa diligencia es un agravio contra la ‘pareja presidencial’?
En la época colonial se discutía más sobre la peluca del virrey que sobre su administración, igualmente hoy hay más regodeo en citar la letra de las leyes, en vez de entender su espíritu regulador. Como siempre, prima la retórica más que los principios, y el insulto doblega a la razón ocultando la verdad.
Pero como revelan los estudios de opinión pública, los ciudadanos estamos hartos del sistema ética y moralmente hueco. Sabemos que Humala es solo el presidente de turno y no la encarnación personalísima de la democracia; por tanto, entendemos que las cortinas de humo no ocultan demasiados indicios de corrupción que sí llegan hasta Palacio de Gobierno. Sabemos que Heredia, además de esposa, es también pieza clave de una ‘pareja presidencial’ que gobierna sin rumbo, con arrogancia y opacidad. Y al margen de las contradicciones legalistas, tenemos plena convicción de que Figallo debe renunciar por su inconducta ética.
A los promotores del barroco les interesaba más que el indígena se santiguara ante el altar dorado antes que se evangelizara plenamente; hoy a nuestros gobernantes parece importarles más que sigamos creyendo en el inexistente ‘milagro peruano’ antes que devolvernos la credibilidad en las instituciones democráticas. Pero están avisados, a los peruanos del siglo XXI no nos deslumbran los oropeles del poder y, caiga quien caiga, no estamos dispuestos a arrodillarnos en los santuarios de la corrupción estatal.