Jaime Bayly

Mi madre quiere dar un golpe de Estado. Dice que la presidenta de la república, Tina Duarte, es una comunista encubierta. Afirma que la presidenta obedece las órdenes que le dictan por teléfono el jefe de su partido, Amir Terrón, un comunista ortodoxo educado en La Habana, y el embajador cubano Cayo Alzamora, a quien mi madre llama El Gallo.

Le he preguntado a mi madre si conoce a la presidenta Duarte, sospechosa de ser comunista. Me ha dicho que se han encontrado en actos religiosos y, sin excesiva efusión de afectos, han conversado brevemente.

–Pero la presidenta no es creyente –me ha dicho mamá–. Es atea. He visto al diablo en su mirada.

Cuando le he preguntado cómo piensa dar el golpe, mi madre me ha dicho:

–Voy a invitar a la presidenta Duarte a mi casa. Le voy a decir que quiero regalarle un reloj y unas joyas. Ella muere por los relojes finos. Va a venir corriendo, ya verás.

En efecto, la presidenta Tina Duarte ha tenido problemas con la justicia porque a menudo exhibía relojes de alta gama que ella no había comprado.

–Cuando venga a la casa, le voy a regalar un Rolex chino que me regaló tu tío Waldo Barclays, pensando que no me daría cuenta de que era un reloj falsificado, de imitación. Qué insolente tu tío Waldo. Pero la presidenta es tan tonta que no va a darse cuenta de que es un reloj barato de esos que venden en los mercadillos ambulantes.

A mi madre Dorita Lerner le regalo siempre un reloj en el día de su cumpleaños, que es el nueve de abril, el mismo día que cumple años el tío Waldo Barclays. A Dorita no le gustan los Rolex porque mi padre Jimmy, que en paz descanse, coleccionaba relojes de esa marca. Mi madre prefiere los Cartier, siempre que sean auténticos, claro.

–Y luego le voy a decir a la presidenta Duarte para dar un paseo por mi jardín y, cuando se descuide, la voy a empujar -–a dicho mi madre.

–¿La vas a empujar? –he preguntado, sobresaltado.

–La voy a empujar a la piscina –ha respondido mamá–. La presidenta no sabe nadar. El boliviano Huevo Modales fue su profesor de natación, y por eso no aprendió a nadar.

–¿Estás segura, mamá? –he preguntado–. Porque entiendo que ella tiene una casa con piscina.

–No sabe nadar –ha dicho mi madre, levantando la voz, impacientándose–. Tiene piscina, pero sin piso hondo. Tiene piscina de solo un metro de profundidad. Allí no se ahogan ni los enanos.

–¿Y si alguien ve que la empujas a la piscina y no haces nada para salvarla? –pregunté, preocupado, porque sabía que Dorita hablaba en serio.

–Nadie me verá –dijo mamá–. Sus guardaespaldas se quedarán afuera. Yo diré que la presidenta se resbaló, se cayó al agua y se ahogó, la pobrecita.

–¿Y luego qué? –pregunté–. ¿Quién asumiría el mando? Porque recuerda que ella era vicepresidenta, pero asumió la presidencia porque el presidente Poliedro Grillo quiso dar un golpe de Estado y ahora está preso.

–Asumiría el canciller, Juan García Bello, Juanito, que es mi amigo de toda la vida, el único político decente que hay en este país, un hombre hecho y derecho, un hombre recto, ejemplar –dijo mi madre.

–¿Es del Opus Dei? –pregunté.

–No, todavía no –dijo mi madre–. Pero ya estoy por convencerlo.

–¿Estás segura de que la Constitución dice que si muere la presidenta asume el canciller?

–No sé lo que dice la Constitución –dijo mi madre, resuelta, en tono enérgico, lista para combatir–. Pero se hará lo que yo diga. Y yo digo que asume Juan García Bello, el canciller. Punto final.

Guardé prudente silencio.

–Porque los militares están todos conmigo y aprueban mi plan –prosiguió Dorita.

–¿Has hablado con ellos? –pregunté, aterrado.

–Sí, han venido a la casa y los he emborrachado con buen pisco a los tres –dijo mi madre-. Han venido el jefe del ejército, el jefe de la marina y el jefe de la aviación. Uno terminó vomitando en el jardín. Los tres saben que la presidenta Duarte es comunista y cumple órdenes de La Habana. Los tres entienden que hay que sacarla cuanto antes.

–Pero, mamá, tu amigo, el canciller Juan García Bello, ya no es canciller –me permití decirle–. Lo han sacado. Ahora el nuevo canciller, Enzo Chulo, es de izquierda y ha dicho cosas horribles a favor de la dictadura venezolana.

–Por eso te digo –me interrumpió mi madre–. A ese canciller comunista, el tal Chulo, hay que sacarlo también. Y el que asume es mi amigo, el canciller de derecha García Bello, que es un hombre hecho y derecho.

–Pero Juan ya no es canciller, mamá. Es excanciller.

–Da igual, hijito, no te pongas quisquilloso. Mi amigo Juan asume la presidencia. Los tres jefes militares lo apoyan. Punto final. ¿O quieres asumir tú?

–Yo no asumo nada, mamá. Estoy retirado. Vivo en Miami. No quiero meterme en cosas políticas. Eso siempre termina mal.

–Eres un tonto –me dijo mi madre–. Eres un vago. Ya sé que no cuento contigo. Pero mi amigo Juan García Bello, el canciller, que además es tan guapo, está conmigo. Y el alcalde Lores Arteaga, que es de La Obra, y también es íntimo amigo mío, está celoso, porque él quiere ser presidente, pero yo le he dicho que eso será después, que ahora no es su turno.

–¿Y quién decide cuándo es su turno, mamá?

–Yo, hijito. Yo decido. Acá la que manda soy yo.

–Pero, mamá, dar un golpe de Estado es una cosa muy seria. Es un delito, un crimen, puedes terminar presa.

–Hablas como un tonto útil de la izquierda caviar, hijito. Pareces bruto. ¿Te han hecho una lobotomía o qué? Yo no le tengo miedo nada. Tenemos que salvar a nuestro país del comunismo. Los que irán presos son el jefe de la presidenta Duarte, el pillo de Amir Terrón, que anda escondido en casas de playa, y el embajador cubano Cayo Alzamora, El Gallo, que es el diablo en persona.

–Pero al embajador cubano no puedes arrestarlo, mamá. Tiene inmunidad diplomática.

–Entonces haré lo que hacen los venezolanos con la embajada argentina: le corto la luz, le corto el agua, le corto el ingreso de comida y no lo dejo salir de la embajada cubana. Lo voy a desplumar al Gallo de pelea ese.

–¿Y qué harás con el cuerpo de la presidenta Duarte flotando en tu piscina? –pregunté.

–La daremos cristiana sepultura –respondió Dorita–. Diremos que fue un accidente, una tragedia. Que fue la voluntad de Dios.

–Pero tú la empujarías, mamá. Tú la arrojarías a la piscina.

–Sí, esa es la voluntad de Dios.

–¿Estás segura?

–Segurísima, hijito. Segurísima. Dios no quiere que este país, tu país, aunque ahora seas un renegado que vive en Miami, sea comunista. Dios quiere que yo salve a este país del comunismo.

–Entonces no sería un golpe de Estado.

–No, claro que no. Será un golpe cristiano, con intervención divina. Y cuando asuma Juanito, el canciller, ya verás qué gran presidente será.

–¿Y hasta cuándo sería presidente tu amigo, el excanciller?

–Hasta terminar el mandato de la presidenta fallecida –respondió Dorita–. Pero si Juanito está gobernando bien y bonito, le diré que siga nomás, que tire para adelante un par de años más.

–Pero la Constitución no lo permite, mamá. Ni que él asuma, ni que él siga dos años más.

–¿No entiendes, hijito, que en este país la gente no lee la Constitución y tampoco lee tus libros? –dijo mi madre, de pronto exasperada–. En este país, la Constitución soy yo. Acá se constituye lo que yo digo. Punto final. Es lo que Dios me ordena. Y yo soy sierva obediente de Dios.

–¿Estás bien segura de que Dios quiere que des el golpe?

–Segurísima. Como que me llamo Dorita Lerner viuda de Barclays.

–Mamá, por favor, ten cuidado, sé prudente –le dije, antes de despedirnos–. Si algo sale mal, por favor, corres a la embajada americana y pides asilo, te declaras perseguida política.

Mi madre soltó una risita pícara y añadió:

–A la embajada americana, ni loca. Ya sé muy bien que apoyas a la comunista de Aguamala Morris. Ese país de ateos va derechito al comunismo.

Guardé respetuoso silencio.

–Si el golpe falla, me refugio en la embajada argentina y le pido asilo a Xavier –dijo Dorita–. Ya sabes que yo amo al presidente Xavier Brunei. Es un genio en economía y además está muy bien plantado, solo le afeitaría esas patillas tan feas que parecen vellos púbicos. Brunei tiene los huevos que tú nunca tuviste, hijito. Es todo mi tipo de hombre.

–Mamá, recuerda que tienes ochenta y cuatro años –me permití decirle.

–¿Y qué? –respondió Dorita Lerner viuda de Barclays, coqueta como en sus años mozos–. Yo me siento como si tuviera cuarenta. Y mi alma no tiene edad.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Jaime Bayly es Periodista y Escritor