En tiempos donde los datos son más fiables que los principios, hablar de fe puede sonar anacrónico, pero tal vez sea, precisamente, esta esperanza racional la que más necesitamos para navegar en la incertidumbre que nos traen las disrupciones tecnológicas.

Desde que el papa Jorge Bergoglio pasó a mejor vida, miles de videos e imágenes suyas –incluidos los memes– han invadido las redes sociales. Y no debería extrañar porque el papa Pancho fue, en sí mismo, el máximo ‘influencer’ que la Iglesia Católica ha tenido en su historia.

Consciente de que la tecnología, las redes sociales y la IA son lo que se conoce en doctrina cristiana como los “signos de los tiempos”, el papa Francisco supo jugar en esa cancha con destreza, mostrando una honesta adhesión por la cultura de lo ‘open’ o la transparencia que tanto caracteriza la interacción digital.

Pero Francisco ha sido, además, un disruptivo cabal, no solo por las provocadoras reformas que impulsó en la Iglesia, sino porque le dio contenido a la tecnología, usándola tal como lo que es, un instrumento eficiente para construir.

¿Construir qué? Tal como pasa con la libertad –libertad para y no libertad de–, habría que preguntarse sobre la tecnología, ¿tecnología para qué?

Por eso, en un movimiento muy audaz, en plena efervescencia de la empresa Open AI en enero del 2025, el papa Francisco, vía la Santa Sede, publicó un documento llamado “Antiqua et Nova” –antigua sabiduría versus la nueva sabiduría–, que habla de la , caracterizándola como “una oportunidad siempre”.

Pero Francisco también puntualizó en ese documento que, dado que la inteligencia humana es lo más humano que tenemos –y, tal vez por eso, lo más cercano a Dios o lo divino–, no puede equipararse con la IA. Reconocer esto implica aceptar la responsabilidad de saber conducirla estableciendo guías de propósito.

A diferencia de la IA, la inteligencia humana se moldea a través de nuestros sentidos, en interacciones sociales. Esta diferencia entre lo artificial y lo genuinamente humano no es trivial. Implica que, aunque la IA pueda imitar el razonamiento humano, nunca será un agente moral. Y aquí está el dilema: si la IA es solo una herramienta, su impacto no estará en su código, sino en nuestras decisiones.

En su libro “El loco de Dios en el fin de mundo”, el escritor español Javier Cercas ha tratado de explicar qué es la fe y, finalmente, la describe como un “superpoder” que se emparenta con la esperanza. Y, en efecto, lo es. Porque en un mundo lleno de suspicacias y de pesimismo, esperar lo bueno –es decir, confiar– es un acto subversivo.

Bergoglio, como Cercas, sabía que en tiempos de incertidumbre lo más humano no es controlar, sino confiar, acaso ensayar. Por eso, en vez de demonizar a la IA, el Papa propuso algo más difícil: acompañarla, humanizarla. No caer en la fascinación tecnocrática ni en el catastrofismo apocalíptico.

Porque la IA aprende de nosotros. Si la alimentamos desde el miedo, se volverá defensiva. Si lo hacemos desde la ambición, será calculadora. Pero si lo hacemos desde la fe –esa confianza radical en lo bueno, pero que actúa con responsabilidad–, entonces quizás tengamos una oportunidad.

Una oportunidad, no para controlar el futuro, sino para merecerlo.




*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Maite Vizcarra es Tecnóloga, @Techtulia

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