No es novedoso –aunque nos duela– escuchar casi a diario que el Perú ha tocado fondo. Ya casi no importa el ámbito al que se haga referencia: basta que veamos el comportamiento de nuestro y de algunos de nuestros congresistas para lamentar esta realidad. Tener a gran parte de la población desilusionada por el panorama que se vive en la actualidad, que desconfía de la gran mayoría de sus autoridades y que en muchos casos prefiere abandonar el país para buscar un mejor futuro es, lastimosamente, nuestro ‘new normal’. Pero cuando vemos que un trabajador de transporte público corre el riesgo de perder la vida por un ruin cupo de seis a siete soles; cuando observamos que miles de pequeños empresarios que luchan por sacar adelante sus negocios tienen que enfrentar sus jornadas laborales con una pistola en la nuca, ya hablamos de un escenario en el que nuestro país parece estar en caída libre hacia un hoyo sin fin, desde el que no se vislumbra ni una salida de emergencia. Un escenario desesperanzador para cualquiera. Mientras más días pasan, la empeora y se refleja en hechos cruentos y viles que se exponen en las noticias y redes sociales, que inundan las calles de distritos aparentemente más vigilados que antes, mientras que los extorsionadores y criminales, organizados al milímetro, viven y prosperan en la absoluta impunidad.

Casi todos reconocemos ya la gravedad del problema. Pero si las imágenes y noticias que nos inundan no son suficiente, podemos comprender también el costo que asume nuestro país por la delincuencia y la criminalidad a escala nacional. Y el primer indicador a considerar aquí, en mi opinión, es simple e incalculable: la inseguridad ciudadana nos cuesta vidas. Desde enero y hasta octubre, cinco personas han sido asesinadas cada día. Para ellas, no ha habido sistema de justicia ni protección que valga.

Si trasladamos la conversación a cifras económicas, que también son importantes, los estimados varían, pero no dejan de ser significativos: un año atrás, el Ministerio de Economía y Finanzas detalló que los costos para enfrentar la inseguridad equivalían a más de un punto del PBI, mientras que el Banco Central de Reserva estimó, a partir de la metodología del BID, que el costo de la inseguridad ciudadana se encuentra en cerca del 2,2% del PBI año tras año. Se trata de cifras bastante elevadas, pero que se quedan cortas si consideramos los diversos costos indirectos que no son fáciles de cuantificar: los menores ingresos que registran los miles de comerciantes que deben pagar cupos de forma obligatoria para que los dejen trabajar (y no los maten); los emprendimientos, tiendas y bodegas que pierden dinero porque resulta peligroso trabajar hasta muy tarde; o, en el otro extremo, los negocios que se ven obligados a cerrar sus puertas para siempre.

En un contexto como el actual, es inaceptable que las autoridades sigan minimizando el sentir de la población que reclama por un mejor país. Y resulta frívolo, también, resaltar las pérdidas económicas que puede generar una protesta de ciudadanos que imploran por su bienestar, por más reales que sean, cuando el costo de quedarnos de brazos cruzados es mucho más elevado. Hoy, como ha ocurrido antes, la unión entre el sector privado y la población civil será clave para que el oscuro escenario que enfrentamos cambie más pronto que tarde.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Paola Villar S. es Productora editorial y periodista

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