Alexander Huerta-Mercado

Cuando no podemos dormir y miramos el techo de noche creemos que somos los únicos, pero he conversado con varios colegas profesores de la universidad que me han comentado que permanecen insomnes durante estos días. Como antropólogo, me di cuenta de un detalle en el salón de profesores de Estudios Generales Letras de la PUCP y consistía en una larga cola hacia la máquina que distribuía café. Mi tribu demandaba el brebaje turco que nos da el poder para mantener el espíritu despierto durante algunas horas extras. Yo no hacía cola porque me había rellenado de café un poco antes. Tal vez no era la regla para todos, pero para muchos enfrentarnos al aula completa de manera presencial era un desafío, pues estábamos dejando el resguardo de casa y la protección de la pantalla. Había un miedo consciente de nuestra vulnerabilidad frente a varios ojos. Sobre todo, porque alguna vez fuimos alumnos y gozamos haciendo bromas sobre los profesores.

Estamos de vuelta, pero no estamos todos y eso sí que es doloroso. Definitivamente, no somos los mismos, pero vivimos nuestro renacimiento.

La verdad es que Internet fue una herramienta valiosa para la educación durante la pandemia, pero no fue suficiente ni fue totalmente accesible para todos. También es verdad que el ciberespacio es un ambiente demasiado poblado y, digamos, contaminado de emociones, y vaya que la sincronía ha revelado nuestra actual condición humana llena de agresividad. Platón usaba la metáfora de una población encadenada viendo una pared poblada de sombras que confundían con la realidad y a ese camino nos estaba llevando depender mucho de Internet. Si me piden un ejemplo, se los pongo: el ciberespacio se convirtió en un espacio en el que la política se volvió una emoción, la opinión se volvió un riesgo y, luego de varios milenios, la agresividad se convirtió en la normalidad permitida.

Le comentaba sobre el temor de habernos colocado en algo parecido a la alegoría de la caverna al decano de Estudios General Letras, Julio Del Valle y, como buen discípulo de Platón, él me respondió que creía firmemente en la luz. Y, bueno, estamos en ello, como dice nuestra vicerrectora Cristina del Mastro; volvemos con mejores herramientas para un mejor retorno porque traemos lo aprendido a la dinámica presencial y volvemos a ver las cosas más claras pese a que la luz puede chocarnos un poco al principio.

He visto a chicos y chicas más escépticos frente a la autoridad y un poco más desencantados, he reinterpretado mis imágenes y he valorado más que nunca el rol de la educación en este momento. Entiendo el desencanto, pues las autoridades políticas parecen contradecir palmo a palmo lo que la educación formal busca enseñar; es más, parece todo contradictorio. Las noticias hablan de una sociedad en piloto automático y de un grupo de poder que parece negarse a ser representativo. Los programas políticos dominicales se han vuelto espacios de destapes constantes donde ya no hay novedad, sino solo reconfirmación de la descomposición de la clase política, y la respuesta social parece ser la de un hartazgo debilitante o una indiferencia orientada hacia el consumo.

Es tiempo de enseñar a cuestionar pensando, de tener una opinión autónoma, de aprender de quienes nos precedieron, de atreverse a crear y de entender que las cosas que valen implican esfuerzo. Es tiempo de aprender conceptos, de adaptarlos a nuestra realidad, de crear nuevas formas de ver el mundo, de descubrir nuevas formas de ver nuestro entorno y cambiarlo. Es decir, de abrazar lo que se aprende en el aula y engancharlo con lo que se vive en la sociedad mediante el diálogo integrador y empático.

Cuando todavía circulaban enciclopedias para niños, a mi padre le gustaba leernos en la sala a mis hermanos y a mí una serie de eventos históricos que nos fascinaban. De esas magníficas narraciones siempre regreso una y otra vez a un fabuloso encuentro registrado por Plutarco. Alejandro, convertido ya en héroe, líder, rey en algunos sitios, incluso dios en otros, pero comandante en jefe en todos, se acerca a Diógenes, que yacía plácido en una colina, y le dice: “pídeme lo que quieras y yo te lo concederé”. Si bien las descripciones históricas sugieren que Alejandro era llamado con justicia ‘el Magno’, lo que equivale a decir ‘el Grande’, realmente no era muy alto. Sin embargo, Diógenes estaba tendido en el pasto y el gran general estaba de pie, haciéndole sombra, por lo que el filósofo le responde: “te pido que te vayas, que no me quites el sol”. Admirado y descorazonado, Alejandro hizo lo que no estaba acostumbrado a hacer: obedecer.

Hoy por hoy, viendo a chicos y chicas escépticos y viendo el rol de la educación, pienso en una nueva interpretación, porque precisamente para eso están los hechos simbólicos; para que les demos una interpretación, según la época y nuestras necesidades, y pienso que ahora podemos escuchar a un pacífico Diógenes diciéndole al omnipotente general Alejandro que no queremos que los líderes políticos, por el simple hecho de serlo, nos impidan ver la luz de nuestra propia razón y nuestro bien común.

Alexander Huerta-Mercado es antropólogo, PUCP