Tradicionalmente era la izquierda la que cuestionaba la legitimidad de las instituciones democráticas liberales, mientras el liberalismo las defendía. En 1919, Lenin sostenía la tesis de que, dado el “carácter clasista de la democracia burguesa”, “la más democrática de las repúblicas burguesas no puede ser más que una máquina para oprimir a la clase obrera en favor de la burguesía”. Décadas después, mientras el liberalismo defendía la democracia representativa y la competencia plural entre partidos, la izquierda defendió modelos de partido único de “representación popular directa”. En la región, solo Cuba persiste con ese modelo dictatorial y anacrónico, y ojalá las protestas actuales abran el camino hacia la democratización en ese país.
La izquierda latinoamericana heredó buena parte de ese desdén por el orden institucional. En el 2008, Evo Morales declaró: “Cuando algún jurista me dice: ‘Evo te estás equivocando jurídicamente, eso que estás haciendo es ilegal’, bueno yo le meto, por más que sea ilegal. Después les digo a los abogados: ‘si es ilegal, legalicen ustedes, para qué han estudiado’”. En el 2014, Rafael Correa calificó a la alternancia en el poder como “un discurso burgués que nadie se cree. Es un mito. Tonterías de la oligarquía”.
En México, en el 2006, Andrés Manuel López Obrador candidateó a la presidencia y obtuvo el 35,33%, frente al 35,89% de Felipe Calderón. El conteo rápido del Instituto Federal Electoral arrojó un empate estadístico, y si bien las cifras iniciales del conteo oficial mostraron una ventaja para AMLO, conforme se llegaba al 100%, Calderón pasó a la delantera. AMLO empezó hablar de fraude sin mayor fundamento y a pedir un recuento de votos. Más adelante, ante la inminencia de la proclamación de los resultados, en un discurso declaró que “ya decidimos hacer a un lado esas instituciones caducas que no sirven para nada e impulsar la revolución de la conciencia para que el pueblo decida. ¡Que se vayan al diablo con sus instituciones!”. Finalmente, AMLO se autoproclamó “presidente legítimo”, formó un “gabinete alterno” e intentó boicotear la toma de posesión de Calderón. Al final, la fuerza de los hechos se terminó imponiendo. Entonces, Mario Vargas Llosa escribió: “El candidato derrotado no ha podido fundamentar de una manera plausible sus acusaciones y a estas alturas resulta más que evidente que sus protestas expresaban más la ira y la frustración que la convicción de haber sido víctima de un fraude apoyada en pruebas razonables”.
Al parecer, tanto actores de izquierda como de derecha parecen respaldar la institucionalidad democrática cuando coincide con sus intereses políticos de corto plazo, y cuando no, simplemente las denuestan. Respecto a la derecha, hay una conservadora y reaccionaria, así como intereses mafiosos asociados a ella, que hacen previsible una reacción no democrática. Pero no es el caso de sectores liberales. Hacia el 2006, Hugo Chávez era reelegido por segunda vez con más del 62% de los votos. Organizó el Partido Socialista Unido de Venezuela y estaba por lanzar la propuesta del “socialismo del siglo XXI”. Ese año, Morales tomaba el poder en Bolivia y Rafael Correa ganaba las elecciones que lo llevarían a la presidencia al año siguiente. Podría decirse que la paranoia de la derecha en ese momento tenía algún fundamento, pero incluso en el 2011 alguien como MVLL propuso un apoyo “exigente y crítico” a Ollanta Humala, para evitar “el retorno de un régimen que envileció la política y sembró de violencia, delito y sufrimiento a nuestro país”.
Resulta difícil de entender la postura asumida hoy por MVLL. Los peligros que denuncia en Castillo pueden tener algún fundamento, pero el camino no es “mandar al diablo” las instituciones, sino, como decía a propósito de AMLO, “liderar una oposición que, desde el Parlamento y todas las instancias públicas, no desde las barricadas, ejerza una vigilancia crítica sobre el poder, denunciando sus errores, apoyando sus aciertos, y presentando en todo momento alternativas convincentes a las políticas que considera equivocadas”.
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