"Así, entre el miedo al comunismo y el rechazo a la corrupción buena parte de los electores ha terminado tomado partido, y de manera bastante comprometida". (Foto: Archivo AFP/ César Bazán)
"Así, entre el miedo al comunismo y el rechazo a la corrupción buena parte de los electores ha terminado tomado partido, y de manera bastante comprometida". (Foto: Archivo AFP/ César Bazán)
Martín  Tanaka

Al final del cómputo oficial, tenemos que ganó la primera vuelta con apenas el 18,9% de los votos válidos, y entró a la segunda con apenas el 13,4%. La suma de ambos, 32,3%, está muy por debajo de la suma de los votos de los contendientes a segunda vuelta de pasadas: 60,8% en 2016, 55,2% en 2011, 54,9% de 2006 y 62,2% de 2001. Con los votos que obtuvo, Pedro Castillo habría quedado cuarto en 2001 y 2006, y tercero en 2011 y 2016.

Alguien podría haberse imaginado que, con porcentajes tan bajos, la segunda vuelta estaría marcada por la desconfianza y falta de entusiasmo de la mayoría de los . Sin embargo, la elección se ha “calentado” y polarizado; según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos, 55% de los votantes de Keiko Fujimori tienen como principal razón del voto por su candidatura “no quiero que la izquierda o el comunismo llegue al poder”, al mismo tiempo que el 62% de quienes “definitivamente no votarían por ella” señalan que “el fujimorismo representa corrupción”. Así, entre el miedo al comunismo y el rechazo a la corrupción buena parte de los electores ha terminado tomado partido, y de manera bastante comprometida. El problema es que esa definición termina cegando a los entusiastas, de modo que dejan de percibir las deficiencias de su candidato o tienden a minimizarlas, al mismo tiempo que exageran y caricaturizan las deficiencias del contrario. Y como he sostenido en columnas anteriores, ya bastante tenemos con los problemas y limitaciones reales de estas candidaturas, como para además cargarle otras.

Instalados en este escenario, se hace difícil evaluar las campañas de esta segunda vuelta. La realidad tiende a mirarse desde los lentes de las preferencias y rechazos de cada quien: así, el criterio de credibilidad de las encuestas no es la consistencia de su trayectoria y la metodología que aplican, sino si es que benefician o no a mi candidato. La credibilidad de los organismos electorales no depende de la eficacia de su trabajo y de su capacidad de solucionar controversias, sino de cuánto temor despierta la percepción de que mi candidatura vaya a perder. Dependiendo de mi postura, los periodistas son parcializados u objetivos; o el desempeño de los voceros o representantes de cada candidato es brillante o deplorable.

Que estas actitudes estén presentes en los electores es normal y se debe ser tolerante con las pasiones electorales. Lo que no es aceptable es que las élites, los líderes políticos y sociales se comporten como hinchas, no como dirigentes. Los líderes tienen la obligación de contener las pasiones descontroladas, de censurar las conductas irresponsables. De la violencia verbal a la violencia física, lamentablemente, no hay demasiada distancia, mucho más en contextos polarizados. Mucho peor acaso es que los propios protagonistas de la contienda parezcan incapaces de definir con claridad el terreno que están pisando y trazar las estrategias que les conviene seguir para alcanzar sus propios intereses.

Así, frente a noticias o eventos adversos para los candidatos, la respuesta no siempre lleva a hacer correcciones o afinación de estrategias, sino a la negación y a la persistencia en el error. En esta segunda vuelta, buena parte del éxito de los candidatos estará en su capacidad de distinguir la realidad de sus deseos o de sus miedos, de poner por delante el interés de los principios que defienden y los del país, en vez de seguir los de sus entornos y consejeros con objetivos particulares. En muchas ocasiones, quienes llevan a la derrota a los candidatos son sus colaboradores más cercanos, no sus adversarios. Y esto que vale para las campañas electorales es dramáticamente más cierto para cuando hablamos del desempeño de los gobiernos. Nuestros candidatos en contienda, ¿estarán a la altura de los desafíos que enfrentan?

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