Empezó el mes con manifestaciones violentas en Ecuador por el alza en el precio del combustible. Ahora Chile está sufriendo turbulencias semejantes tras un aumento de precio de menos del 4% del metro de Santiago la semana pasada. En ambos casos, se revocaron las subidas, se desestabilizaron los gobiernos elegidos democráticamente y se legitimó la violencia.
Las protestas se han hecho en nombre de la justicia social. En el caso de Ecuador, sin embargo, el combustible se encuentra entre los más subsidiados de la región, beneficiando desproporcionadamente a los ricos que lo consumen más. No importó que la reforma recompensaba a los más necesitados con un aumento en los bonos que recibían y a los consumidores y el sector productivo con bajas en ciertos impuestos. Ni tampoco importó el hecho de que, después de la subida de precios, Ecuador era todavía el segundo país con la gasolina más barata en la región.
La culpa de los males de Ecuador es del neoliberalismo, según los críticos, a pesar de que Ecuador tiene una de las economías menos libres de América Latina. La misma culpa la tiene Chile por ser dueño de una economía bastante libre. De acuerdo al relato, el modelo chileno ha sido injusto, pues la desigualdad crece y obstaculiza el progreso para la mayoría de la gente.
En Chile también parecen no importar los hechos. Respecto a casi cualquier indicador de desarrollo humano, Chile ha achicado la brecha entre ricos y pobres más que otros países latinoamericanos. En tanto, la desigualdad de ingresos en Chile es alta, pero, según la Comisión Económica para América Latina, ha venido cayendo desde el 2002 y está por debajo del promedio regional. Según un estudio reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Chile es el país con la más alta movilidad social de esa organización.
Estudios del destacado economista Claudio Sapelli confirman estas tendencias. La desigualdad dentro de las generaciones chilenas más jóvenes es mucho más baja que la de las generaciones mayores. A medida que avance el tiempo, la desigualdad general seguirá cayendo. Así, Sapelli documenta una alta movilidad social intrageneracional (la movilidad existente dentro de la misma generación) e intergeneracional (el estatus social de una generación respecto de la siguiente) que es comparable o mayor a las de los países más avanzados.
Tales resultados no nos deberían sorprender. El ingreso per cápita chileno se ha cuadruplicado desde que empezaron las reformas sociales y económicas en 1975. Eso permitió que la pobreza se redujera de alrededor del 50% al 8%, que la cantidad de estudiantes en instituciones de educación superior se multiplicase por diez, además de la mejora en un sinfín de otros indicadores de progreso.
Si ha habido tanto progreso entonces, ¿por qué las manifestaciones? La Secretaría General de la Organización de Estados Americanos dio su opinión la semana pasada: “Las actuales corrientes de desestabilización de los sistemas políticos del continente tienen su origen en la estrategia de las dictaduras bolivariana y cubana, que buscan nuevamente reposicionarse, no a través de un proceso de reinstitucionalización y redemocratización, sino a través de su vieja metodología de exportar polarización y malas prácticas, pero esencialmente financiar, apoyar y promover conflicto político y social”.
Parece explicar en parte la situación chilena (y de otros países). A la vez que reconoce críticas legítimas de algunos manifestantes, el sociólogo Carlos Peña agrega que los jóvenes que han iniciado tanta violencia forman parte de una generación que están convencidos de que “la intensidad de sus creencias […] valida cualquier conducta que las promueva”. “La mera subjetividad es garantía suficiente de la verdad”.
Si es así, como parece serlo, representa una amenaza seria a la democracia chilena y a las de más allá.