Yo he vivido en Venezuela. También lo he hecho en un segundo país y pasado una larga temporada en un tercero. Nunca supe si iba a volver. Si he echado raíces en el Perú fue porque las circunstancias así se dieron. Así que bien pude ser un migrante, uno de esos cientos de miles de peruanos cuyo trabajo contribuye al desarrollo de otro país.
En todos los lugares en los que he estado he encontrado gente excelente y otra que no lo es tanto. Egoístas y altruistas; ociosos y trabajadores; ignorantes y cultos. He recibido insultos racistas, he sentido escalofríos al cruzarme con grupos de cabezas rapadas y me han pedido a gritos que me largue de regreso a mi país (inclusive en la tierra de mis ancestros, que siguiendo sus estúpidos argumentos racistas, también podría reclamar como mía). Así que algo sé de lo que estamos haciendo sentir a los venezolanos que llegan al Perú huyendo de la pobreza, la represión y la falta de oportunidades.
El país en el que yo viví ya había dejado de ser la Venezuela Saudita de los setenta. Era una sociedad en descomposición, con una corrupción a escala alucinante, un Estado disfuncional y altísimos niveles de criminalidad. El descontento era tal que eligieron a Hugo Chávez porque era el único que ofrecía un cambio (lamentablemente, para mal). Y, sin embargo, a pesar de los enormes problemas que tenían (tan graves como los que sufrimos nosotros hoy), a nadie se le ocurría cerrar la frontera o proponer expulsar a los miles de colombianos sin papeles que huían de la violencia que azotaba su país. Quizás por eso sienta tanta vergüenza por lo que estoy viendo en estos días.
Los argumentos son los mismos de siempre: “Los venezolanos nos roban el trabajo”, “a ellos les dan más derechos que a nosotros” o “primero tenemos que solucionar nuestros problemas”. Pero esas solo son mentiras y falacias alimentadas por los prejuicios, la ignorancia y el egoísmo. Basta un poco de cultura general para saber, por ejemplo, que fueron los migrantes los que hicieron de Estados Unidos la potencia económica que es hoy. Que Argentina, Brasil y Chile también recibieron olas de migrantes y que ninguna de las catástrofes que han sufrido desde entonces se deben a ellos. Que Europa sigue recibiendo migrantes pobres (muchos de ellos peruanos) sin que la anunciada “destrucción cultural” se materialice. Y que si no fuese por las olas de inmigrantes chinos y japoneses que llegaron al Perú (y que, por cierto, tratamos pésimo) nuestra gastronomía (una fuente de orgullo que empequeñece comparada con la vergüenza de ser considerados racistas) no sería lo que es. ¿Por qué crees, papito lindo, que el pescado de ese cebichito que te encanta se come crudo como el sashimi? ¿No te has preguntado por qué le llamas kion al jengibre, sillao a la salsa de soya y arroz chaufa a lo que en otros países se conoce como arroz frito? ¡Pensá!
Hasta hace muy poco éramos los peruanos los que viajábamos sin papeles por el mundo con la esperanza de encontrar las oportunidades que aquí no teníamos. Nos guste o no, ha llegado la hora de pagar la deuda que tenemos con el resto de la humanidad.