Gonzalo Ramírez de la Torre

Desde que asumió la Presidencia de la República el 7 de diciembre, tras el golpe de Estado de , ha tenido frente a sí algunas tareas fáciles y muchas difíciles.

Fácil le ha sido, por ejemplo, diferenciarse de su predecesor. Aunque, como informó EC Data, el 60% de los altos funcionarios del actual Ejecutivo trabajaron en la gestión de Pedro Castillo –una muestra de que el ímpetu fumigador de la nueva presidenta, hasta ahora, ha sido limitado e insuficiente–, a Boluarte le ha bastado con no poner ministros gordos en prontuario y flacos en experiencia para demostrar que encarna una mejora significativa. Al mismo tiempo, el hecho de que pueda responder a la prensa y pronunciar declaraciones sin farfullar o caer en delirios sobre si un ave está viva o está muerta nos presenta a una jefa del Estado con intenciones e idiosincrasias mínimamente rastreables. Una característica refrescante luego del hermetismo macarrónico de quien la precedió.

En general, después de una gestión adefesiera y autoritaria, sobresalir con lo mínimo e indispensable es sencillo, y la mandataria lo entiende muy bien.

Lo difícil, empero, llega cuando la medianía se enfrenta a la realidad. Pedro Castillo no solo dejó un Estado en ruinas, sino que se encargó de construir un polvorín que reventó con el naufragio de su intentona golpista. Después de meses en los que el dictadorzuelo se encargó de azuzar a sus simpatizantes, cargando contra la prensa, la fiscalía, el Congreso y “las élites” en cada oportunidad que tuvo, la violencia de una minoría radical del país tras su destitución era de esperarse. Pero este ha sido el principal dolor de cabeza de Dina Boluarte.

Es lo que la ha llevado, por ejemplo, a tener dos gabinetes, luego de que el jefe del primero demostrase que lo que no tenía en muñeca política lo tenía en tiempo para reunirse, en medio de la crisis y con varios muertos a cuestas, con los decanos de los colegios de notarios, marinos mercantes y arquitectos… Es lo que la llevó, también, a pasar de decir que se quedaría en el cargo hasta el 2026 a decir que se iría en el 2024, para luego decir que mejor en el 2023 y después quedarse con el 2024. En todo caso, una serie de idas y venidas que solo han sumado al clima de incertidumbre.

Hasta ahora, el balance de la gestión de Boluarte es satisfactorio en comparación con su predecesor, pero mediocre bajo estándares comunes. Los casi 30 muertos en las protestas son un pasivo grave que las investigaciones deberán aclarar, aunque está claro que son el corolario de la violencia iniciada por los simpatizantes del expresidente que, como “protesta”, apuntaron a destruir aeropuertos y otros puntos estratégicos del país. En todo caso, es evidente que la inteligencia debe tener más peso que la fuerza; otra falla del Gobierno en sus primeros días.

De igual manera, la comunicación y la política tienen que ser pilares centrales para el Ejecutivo. La izquierda radical –esa en la que Castillo quiso recostarse con su fallido golpe de Estado– viene promoviendo el cuento de que el golpe lo hizo el Congreso y de que Boluarte lidera una dictadura. Una narrativa de la que han hecho eco algunos presidentes extranjeros adictos o afines a tiranías como la venezolana, la cubana o la nicaragüense. El Gobierno, en fin, tiene la obligación de trabajar para derrumbar esas mentiras y para contrarrestar una corriente que tiene como único objetivo agudizar las contradicciones y azuzar la violencia en el Perú.

Nada de esto es sencillo, pero es lo que la historia ha puesto en manos de Dina Boluarte.