"Alan solía decir que la vigencia de los políticos peruanos oscilaba entre los 30 y 40 años". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Alan solía decir que la vigencia de los políticos peruanos oscilaba entre los 30 y 40 años". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Vivas

No quise su muerte, menos su cadáver. No se cuántas personas y gremios estén comprendidas en la ominosa frase de despedida del presidente García: “Dejo [...] mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”.

¿El 90% que lo desaprobaba en las últimas encuestas que preguntaron por él? ¿Los caviares? ¿Soros, IDL y el cartel mediático mermelero? ¿Los políticos y los periodistas ni apristas ni fujimoristas? No me siento representante fiel de ninguno de esos colectivos reales o imaginarios a los que podría referirse el ex presidente, pero quiero confesar un par de sentimientos encontrados. García, en sus dos últimas breves entrevistas, pidió el juicio de la historia, y la historia somos cada uno de nosotros.

Cuando me enteré de su pedido de asilo a Uruguay, me indigné. Le tenía respeto y veía con ojos críticos, a veces con divertida indulgencia, las maniobras con las que intentaba desacreditar el discurso anticorrupción de Vizcarra. Pero jugar con la imagen internacional del Perú a través de un asilo me causó repulsa.

Investigué y narré en una crónica que no solo buscó asilo en Uruguay, sino en otros países. Cuando por fin se lo negaron, sentí que fue una decisión correcta, pero temí que el bullying enervara el resentimiento a límites insostenibles. Antes de estos meses sombríos en los que ya cargaba con la decisión final –Ricardo Pinedo le dijo a Rosana Cueva que la carta de despedida se la entregó tres meses atrás y le creo–, García me provocaba una mezcla de admiración, asombro y sospecha, antes que un juicio lapidario previo a las pruebas que aún falta sopesar. Su cultura, su versatilidad, su esgrima la gocé en una entrevista en la que fue brillante y generoso. Hasta descubrió sus flancos débiles, asumiendo riesgos que otros personajes evitan a toda costa.

Todos los excesos y riesgos los asumió en democracia, incluyendo el acto de corregirse. Bueno, lo hizo de un gobierno a otro, mostrando que aprendió de sus tropiezos garrafales por querer ser radical. Por eso, desarrolló una tremenda convicción en que la promoción de la inversión, privada y pública, produce crecimiento que chorrea a todos. Ese fue su límite, pues el modelo fue eficaz en la reducción de la pobreza, pero se hizo insostenible sin las reformas y los frenos anticorrupción que hoy a duras penas intentamos acometer.

Me entristece la pérdida de un testigo clave del último medio siglo. Por suerte, he oído que dejó memorias escritas. Ojalá su familia y sus partidarios se aboquen a administrar y difundir ese legado, antes que a forzar la épica vindicativa que sugiere su carta de despedida. A modo de pésame, les deseo a sus deudos un sereno juicio de la historia.