Durante el verano, el paisaje se pinta de tonos áureos, con cielos despejados y tardes de risas, que aparentan una serenidad interminable. No obstante, de forma paralela, un minúsculo enemigo, portador del virus del dengue, aterriza en medio de la calma.
Año tras año, el mosquito ‘Aedes aegypti’ agita sus alas y prepara su probóscide para picar en lo más profundo de la indiferencia y la conciencia de un país que aún no logra hacerle frente con la fuerza necesaria. El dengue es un reflejo de nuestra vulnerabilidad. En las regiones en las que las lluvias son intensas y las casas se convierten en trampas de agua, esta noticia es una sentencia inapelable para los sistemas de salud que colapsan frente a la ola de pacientes necesitados de alivio para una fiebre que no en vano se hace llamar “quebrantahuesos”.
Mientras tanto, el país permanece atrapado en debates políticos estériles y promesas vacías, dejando a las comunidades más vulnerables sin soluciones reales.
Aunque resulta difícil ver oportunidades en medio de un sistema de salud colapsado, este verano podría ser un punto de inflexión, un llamado a despertar. Desde los hogares más humildes hasta las altas esferas del Gobierno, cada acción cuenta.
El dengue no tiene que ser una tragedia anunciada. Debemos transformar la vulnerabilidad en resiliencia, el caos en orden, el colapso en fortaleza y, sobre todo, cambiar nuestras prioridades para vencer a la enfermedad. Una enfermedad que ha demostrado no solo afectar la salud, sino poner a prueba el compromiso de un país entero.