[Actualización 7 de enero del 2021]: Hoy es un día clave para el caso de Ana Estrada, la psicóloga que padece una dura enfermedad degenerativa y que lucha por una muerte digna. En una situación inédita en el país, un juzgado analiza la acción de amparo presentada por la Defensoría del Pueblo para que el Estado peruano reconozca su derecho. En el verano del 2019, Ana le contó a Somos su historia, que dio inicio a un complejo camino para hacer oír su voz. Este es su caso.

Lo hace con el índice de la mano derecha, letra a letra, con pacientes clics sobre un mouse conectado a una tablet. A sus 42 años, Ana padece una avanzada polimiositis, enfermedad degenerativa y autoinmune que ha paralizado casi todos sus músculos. A los 12 le sobrevino el primer síntoma, cuando empezó a tener dificultades para estirar el brazo izquierdo. Recién dos años después le diagnosticaron el mal. Y lo que vino luego ha sido un proceso sistemático de debilitamiento que la obligó a andar en silla de ruedas, aunque realmente no le impidió llevar una vida normal: estudiar Psicología en la PUCP, atender a sus pacientes en su propio departamento, dictar talleres sobre sexualidad en mujeres con discapacidad.

Pero hoy Ana escribe porque ya no quiere vivir. Y a través de ese índice derecho ha comenzado a expresar su deseo publicando en un blog personal (). Sus textos quitan el aliento, nos interpelan y desarman. En ellos, Ana pide la muerte asistida, que consiste en que un médico le provee al paciente la medicación necesaria para que este, por cuenta propia, se quite la vida. Es un procedimiento solo legal en Suiza (Bélgica, Luxemburgo y algunos estados de EE.UU. admiten mecanismos con diferentes alcances y restricciones) y a la vez diferente de la eutanasia, pues en esta última es el propio médico quien inyecta la dosis letal. De cualquier manera, en el Perú no existe un marco legislativo para ninguno de los dos casos. Y hasta el momento se está lejos de tenerla.

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Ana supo que quería morir cuando entre 2015 y 2016 no solo no le respondían los brazos y las piernas, sino que comenzaron a fallarle los músculos respiratorios. “Me dijeron que era la última fase de la enfermedad. Yo no podía creerlo”, cuenta ella.

Una neumonía se le complicó a tal punto que acabó en cuidados intensivos hasta en dos ocasiones. La primera vez, incluso, pasó seis meses en el hospital Rebagliati. Cuando retornó a casa devastada por las intubaciones, la traqueostomía que hoy le complica el habla, y una gastrostomía, entendió que ya no era la misma persona. En el blog donde relata sus experiencias, escribe: “Yo había muerto ese 18 de julio de 2015 y regresó un pedazo de piel con huesos de 35 kilos, con la cabeza rapada. Era casi un cadáver”.

Los daños no solo eran físicos, sino también emocionales, por supuesto. Terminó la relación sentimental que mantenía, tuvo que dar en adopción a Amaro, el gato que la acompañaba, y perdió todo su espacio y privacidad. En el departamento al que se había mudado cinco años atrás tuvieron que llegar a instalarse sus padres y las cinco enfermeras que se turnan para atenderla las 24 horas. Aun así, decidió que no volvería a abandonar ese hogar. “Yo no vuelvo más al hospital”, se prometió a sí misma y a su familia, y desde entonces ha sufrido más complicaciones, pero siempre ha logrado ser atendida en casa gracias a un programa gratuito de terapia respiratoria de Essalud. Es en esa condición, conectada a un respirador mecánico durante toda la noche y buena parte del día, que empezó a pensar en cómo podría morir por elección. Libremente. Dignamente.

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Lo primero que tuvo que hacer Ana fue investigar. Navegó en Internet, hizo contactos, consultó a su abogado. Luego conversó con su hermano y sus padres sobre su deseo. Convencerlos fue una de las partes más difíciles del proceso, pero ellos terminaron por entenderla y aceptar su decisión. Ana empezó a indagar sobre la forma de viajar a Suiza para someterse a la muerte asistida, pero la realidad la desalentó. “Allá existen tres asociaciones que realizan el procedimiento –explica–. La primera cobra 50 euros anuales, pero atiende solo a suizos; las otras dos sí reciben a extranjeros, pero el costo supera los 10.000 euros por año sin contar otros gastos. Es imposible para mí”.

Cayó en la terrible cuenta de que su cuerpo y su vida no estaban en sus propias manos, sino en las del Estado. ¿Qué hacer ante ello? Por ahora dice que, al menos, quiere dar a conocer su caso, poner el tema en debate. Pero su espera es tensa, frustrante. “Cada día seré más dependiente del respirador, lo que significa que estaré cada vez más postrada y se presentarán más complicaciones”, asegura.

Y, en efecto, pasa casi todo el tiempo en cama. Las horas en que se moviliza en silla de ruedas debe compensarlas con varias horas más echada, para poder darle descanso a su cuerpo. Su plan diario se basa en ese juego de cálculos. Entre tanto, se conecta mucho a Internet. También relee libros y vuelve a ver películas porque afirma que con su nuevo cuerpo las recibe de forma distinta de la primera vez. “Y pienso mucho –agrega–. Felizmente, las enfermeras ya me cogieron el ritmo y me respetan. No me hablan”.

La opinión
La opinión

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Pese a todo, Ana habla de su situación con impresionante lucidez y serenidad. El 2018 fue un muy buen año para ella. Se sintió mejor física y anímicamente. Empezó a escribir muchísimo (tiene un proyecto de libro sobre sus vivencias), probó las bondades del cannabis medicinal y decidió hacerse nuevos tatuajes. “Esa es una cosa bien importante porque tatuarme es una forma de hacer con mi cuerpo lo que yo quiero”, explica. Sobre su piel se ha hecho dibujar un colibrí, una lavanda, unas cantutas. “Ahora soy feliz y estoy fuerte”, agrega, aunque continúa segura de que quiere morir. Y eso que parece una contradicción no lo es en absoluto.

¿Hay algo que te haría desistir de ese deseo?, le preguntamos. “Creo que estaría mucho más tranquila si tuviera la certeza de poder decidir cuándo y cómo morir para ser feliz –contesta tras meditarlo unos segundos–. Solo así pienso que, quizá, podría desistir”. Puede sonar paradójico, pero las estadísticas la respaldan: según organismos como Exit International y Dignitas, que gestionan la muerte asistida, solo una cuarta parte de sus inscritos llegan a recibir la inyección letal que les paraliza el corazón. La mayoría, en realidad, no la usan y esperan la muerte natural. La libertad de elección como el camino único y final hacia la calma.

Mientras tanto, Ana sigue aguardando. Es una mujer muy abierta, inteligente, atractiva, pero sobre todo paciente, muy paciente. Podría decirse que la paciencia la define, aunque es difícil saberlo por completo: hay un punto negro en su mirada que contiene duda e incertidumbre. Pero ella distrae la atención con una sonrisa y dice que el verano es la temporada ideal, su momento. “Salgo todos los días, casi como un ritual, sobre todo en la tarde noche, y me quedo mirando las calles, las flores”. Y si no sale, puede girar un poco el cuello (el mínimo rango que los músculos le permiten) y mirar las flores tatuadas que se abren en su hombro izquierdo. A veces dan la impresión de desprender un aroma real. //

PARTE DE UNO DE LOS TEXTOS QUE ANA ESCRIBE EN SU BLOG ¿Por qué querer morir si soy capaz de encarnar la fiera tibieza del amor hasta llegar a explotar de felicidad? ¿Tan egoísta soy que no pienso en los que me aman? ¿Estoy deprimida y solo necesitaría antidepresivos para pensar “positivo”? ¿A dónde se fue la fuerza de la “guerrera”, “luchadora”, “ejemplo-y-lección-de-vida”? Pues aquí estoy, con más fuerza que nunca para pechar y gritar al mundo que quiero mi derecho a elegir y decidir sobre mi vida y mi cuerpo. Y, les tengo noticias, lo intenté, pero no lo puedo hacer sola. Por eso hago este blog. (…) Lo último que me queda por hacer es contarles de mi historia y mi lucha y así encontrar apoyo no solo de los que me conocen sino también de cualquiera que crea en el derecho a la libertad.

Audiencia del 7 de enero sobre el caso Ana Estrada

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