
Iluminado por el cálido sol huamanguino que se filtra por la ventana de su taller, Silvestre Ataucusi (53) le da las últimas pinceladas a un nacimiento en formato de retablo en el que conviven la fe cristiana y las tradiciones populares de su Ayacucho natal. Mientras retoca la aureola del pequeño Niño Jesús con suma delicadeza, el artesano se hunde en sus recuerdos y revela que este oficio lo salvó de la muerte. A los 12 años, escapó del poblado de Vinchos, a unos 60 kilómetros de Huamanga, en la maletera de un auto para evitar ser reclutado por Sendero Luminoso. Por esas cosas del destino, fue acogido en casa de don Florentino Jiménez, un famoso retablista ayacuchano que compartió con él sus conocimientos. “Al principio era un poco reacio, pero luego me adoptó como uno de sus discípulos”, recuerda Silvestre. Desde entonces, ha cultivado su pasión por crear coloridas y detalladas obras de arte que representan escenas de la vida cotidiana, leyendas y distintas festividades.
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El origen de estos objetos artísticos se remonta a los tiempos de la conquista. Por aquella época, los españoles necesitaban las figuras de los santos para llevarlas a los pueblos con el fin de “convertir” a la población indígena. Como estas solían ser de gran formato, tuvieron la idea de hacer esculturas en miniaturas y transportarlas en cajas pequeñas. Recién en la década del 40, una generación de artesanos revolucionó los retablos ayacuchanos, otorgándoles un nuevo enfoque social. Entre ellos se encontraba Joaquín López Antay, que reemplazó las imágenes religiosas por costumbres locales, como los bailes de tijeras o las cosechas. “Yo vivía con mi abuelo en una casita del jirón Cusco, en Huamanga. Él me enseñó el arte de hacer retablos desde que tenía siete años. Lo que ahora intento es mantener viva la tradición familiar”, nos dice Alfredo López Morales (66), que hoy expone retablos, cruces, máscaras, pasta wawas y lienzos en la feria Ruraq Maki del Ministerio de Cultura.
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Son varios los linajes de artesanos ayacuchanos, pero uno de los más conocidos proviene de Jesús Urbano Rojas, un distinguido maestro de las artes populares en el Perú, que también fue formado por López Antay. El mayor de sus hijos, Jesús Urbano Cárdenas (69), es hoy en día el heredero de un legado artístico que, en el futuro, pasará a manos de su primogénito y de su nieto, quienes también llevan el nombre del patriarca de la familia. Hay algo mágico en eso, como ocurre con los Buendía en “Cien años de soledad”. “Felizmente, lo saberes de mi padre no están condenados al olvido”, dice Urbano Cárdenas, el hombre que firma el retablo navideño que aparece en la portada de esta edición. “Gracias a este trabajo, he podido viajar a Chile, Canadá, España, Francia y Uzbekistán, llevando la cultura de mi pueblo. Que nuestro arte sea apreciado en lugares tan lejanos, me llena de una enorme felicidad”, concluye.

Sin duda, no hay mejor época que la Navidad para darle vitrina en nuestros hogares a estos retablos llenos de tradición, sentimiento e historia.
¿En busca del regalo ideal? Para los amantes del arte y la cultura tradicional, la edición diciembre de Ruraq Maki es una buena opción para encontrar los adornos y detalles perfectos con los cuales decorar sus hogares en esta Navidad. Entre las novedades que trajeron los maestros artesanos se pueden adquirir nacimientos navideños de las diferentes regiones del país, elaborados en mate burilado, piedra de Huamanga, imaginería cusqueña, cerámica de Quinua, retablos ayacuchanos, cerámica shipibo-konibo, entre otros. Este evento, organizado por el Ministerio de Cultura, estará abierto al público hasta mañana, domingo 22 de diciembre, en su sede central.

SABORES DE LOS ANDES
Desde el Centro Histórico de Huamanga, es muy fácil transportarnos a distintas épocas de nuestra historia, a través de callecitas empedradas, monumentales iglesias —se calcula una treintena en toda la ciudad— y casas con portones de madera tallada. Es un lugar que se caracteriza por poseer una arquitectura en la que confluyen desde elementos virreinales hasta más contemporáneos. A una cuadra de la Plaza de Armas, bajando por el Arco del Triunfo, funciona desde hace más de un siglo el Mercado Central de Ayacucho. Hemos venido aquí para desayunar un suculento caldo de cabeza de cordero con mote, cuyas propiedades levantamuertos, según cuentan, nos mantendrán activos durante todo el día. Pagamos 12 soles. Mucho mejor que cualquier bebida energizante.

Mientras caminamos por los pasadizos del mercado, nos topamos con el puesto de wawas de doña Cirila Ramírez (86). “Cuando hay festividades vendemos bien, pero luego la venta baja”, dice la venerable comerciante. Cirila se dedica a la producción y venta de este pan dulce con forma de bebe desde que tenía doce años. Aunque no es un producto oriundo de esta zona del país —también se elabora en Cusco, Puno y Apurímac—, se suele usar como parte de ritos ancestrales, principalmente en el Día de Todos los Santos, pero también en carnavales y Navidad, como un elemento que simboliza la vida o la creación. “Así haya o no haya negocio, vamos a seguir acá. Los ayacuchanos somos gente luchadora”.
Por la tarde, llegamos al recreo campestre Waranka, que ofrece lo mejor de la cocina regional ayacuchana. Aquí nos recibe Diana Mendoza, una empresaria huamanguina que ha rescatado las recetas de su abuela para ofrecerle al público platos típicos como el puca picante, el adobo ayacuchano y el sánguche de chancho a la caja china con papas nativas y queso serrano, que recibió el premio a mejor platillo regional en le feria Mistura 2016. “Este negocio lo tengo desde hace 12 años. Antes solo cocinaba en mi casa. Me acompañan doce personas, entre ellos mi esposo y mis hijas. Nuestro objetivo es poder abrir un local en Lima y, quién sabe, más adelante en el extranjero”, comenta Diana. Esta y otras propuestas de la gastronomía peruana, además de talleres artísticos, danzas típicas y conciertos, fueron parte del Festival Bicentenario Ayacucho, que se realizó durante tres días a propósito de la batalla que selló la independencia del Perú.
LA ÚLTIMA BATALLA
Antes de despedirnos de Ayacucho, nos alistamos muy temprano y partimos de madrugada rumbo al santuario de Pampa de la Quinua, escenario del último gran enfrentamiento entre las fuerzas realistas e independentistas. Hemos recibido la invitación para ser parte de la ceremonia oficial que conmemora los 200 años de este hecho histórico. Esta mañana, a diferencia de lo que sucedió aquel diciembre, el clima es frío y lluvioso. Según los registros, la batalla comenzó alrededor de las diez de la mañana, bajo un sol esplendoroso, y se extendió a lo largo de tres horas, culminando con la victoria del bando patriota.

Cientos de personas han llegado para presenciar la escenificación del evento que simboliza la unión de las naciones sudamericanas en su lucha por la libertad. Desde nuestra posición, podemos observar al ejército español agrupado en las faldas del cerro Condorcunca, mientras que, justo al frente de ellos, se encuentra ubicado el ejército peruano. Antes de empezar la batalla, los soldados que tienen familiares en el bando contrario se dirigen al centro del campo para despedirse. El realismo de esta puesta en escena hace que inevitablemente nos emocionemos. Se escuchan las arengas de los generales y comienza el combate. Las fuerzas militares caen una a una. Es como si hubiéramos hecho un viaje en el tiempo para comprobar lo que nos enseñaron en el colegio.
Ni bien termina la escenificación, nos apresuramos para caminar por el campo de batalla. Un leve escalofrío recorre nuestras espaldas cuando imaginamos las almas de los cientos de soldados que dieron la vida en este lugar defendiendo a su patria. Hay quienes afirman que aquí nació verdaderamente el Perú, un 9 de diciembre de hace 200 años. En esta tierra combativa y generosa que, a lo largo de tres días, nos acogió con la calidez propia de un pueblo encantador que es la historia misma del Perú. //









