LIMA, 29 DE DICIEMBRE DEL 2001
INCENDIO EN MESA REDONDA. DEFENSA CIVIL Y BOMBEROS INTENTAN RESCATAR A LOS CIENTOS DE COMERCIANTES Y AL PUBLICO EN GENERAL QUE SE ENCUENTRAN EN EL EMPORIO MESA REDONDA, EN UN INCENDIO QUE SE HA EXTENDIDO HASTA CUATRO MANZANAS A LA REDONDA.
FOTO: DANIEL SILVA / EL COMERCIO
LIMA, 29 DE DICIEMBRE DEL 2001 INCENDIO EN MESA REDONDA. DEFENSA CIVIL Y BOMBEROS INTENTAN RESCATAR A LOS CIENTOS DE COMERCIANTES Y AL PUBLICO EN GENERAL QUE SE ENCUENTRAN EN EL EMPORIO MESA REDONDA, EN UN INCENDIO QUE SE HA EXTENDIDO HASTA CUATRO MANZANAS A LA REDONDA. FOTO: DANIEL SILVA / EL COMERCIO
/ DANIEL SILVA
Juan Manuel Robles

Cuando todos pensaban que enterrábamos un 2001 con más tragedias internacionales que infortunios locales, un hecho paralizó a todo el país en vísperas de Año Nuevo: una bombarda irresponsablemente activada en Mesa Redonda provocó el incendio más grande de nuestra historia. Pese a los esfuerzos municipales para detener el comercio pirotécnico las semanas anteriores, la zona comercial estalló exactamente como lo que era: una bomba de tiempo.

Hubo tantos presagios que nadie quiso atreverse a mirarlos. Toda Mesa Redonda era una inmensa profecía que solo necesitaba algún ejecutor de turno. Cien toneladas de artefactos pirotécnicos yacían almacenadas en habitáculos de cemento en una de las zonas más tugurizadas de la ciudad, en medio de los jirones Andahuaylas y Cusco, en pleno centro histórico. Mientras los integrantes del cuerpo de bomberos de La Victoria se acercaban a la zona del incendio, el cielo parecía ser presa de una extraña celebración de colores que encendía la mediocre oscuridad que siempre padece Lima (los fuegos artificiales se habían disparado inconteniblemente). Cuando llegaron, el fuego se rebalsaba como un mar de lava por las destruidas ventanas de los edificios.

Repasar el número de cadáveres sería una morbosa reiteración estadística. A estas alturas ya todos tienen clavada esa cifra que llegó por televisión como un fogonazo: 274 muertos. Pero si es difícil asimilar la magnitud de la tragedia, es más complicado imaginarlos a todos reunidos en pleno ritual mercante a las siete de la noche del 29 de diciembre, caminando presurosos abrazados por el cotidiano asedio de ambulantes, esos vendedores que llevaban un barniz de pólvora en las manos de tanto ofrecer fuegos artificiales. Todo en controlado desorden hasta que a tres personas se les ocurrió —hábito difundido, por cierto— jugar con una bombarda inofensivamente llamada ‘chocolate’.

La catástrofe no fue de esas en que una explosión ciega todo de golpe. Los primeros estallidos provocaron un ruido que ya se había hecho habitual en esos días: una de las modalidades de robos más frecuentes era amedrentar a los dueños de un local con una bombarda; además, nunca faltaba alguien que probaba sus productos ante un potencial comprador —situación que delata la imprudencia cómplice de los limeños. Pero cuando las explosiones se sucedieron en una ensordecedora curva exponencial de decibeles, la gente empezó a reaccionar. ¡Saqueo!, gritaron algunos, y esa fue quizás una de las interpretaciones erradas con peores consecuencias de la historia.

Los comerciantes se encerraron en sus locales sin sospechar que el peligro venía de adentro y, lo que es peor, que ya no había retorno. Los ambulantes se abrazaron a sus inflamables mercancías sin saber que les reventarían en la cara. Los clientes corrieron en estampida. Algunos quisieron doblar por Cusco, pero allí había 300 cajas de artefactos pirotécnicos apiladas en plena vía, estancia provisional para la mercancía de comerciantes que planearon guardarlas más tarde. Las cajas explosionaron en cadena y obstaculizaron la salida de por lo menos medio centenar de personas. Además, al lado de la galería Mina de Oro, un transformador de 10 mil voltios había caído al suelo desde lo alto de un poste. Una vez controlado el fuego, los bomberos buscaron dentro de las tiendas. Uno de ellos aún tiene grabado el momento en que descerrajaron la puerta del primer establecimiento. “Los cadáveres cayeron como racimos de uva”, dijo.

Tierra de nadie

Dos días antes de los hechos, dos policías municipales que vigilaban la zona vieron a un comerciante que prendía un cohete mientras se reía a carcajadas. Se acercaron al hombre para pedirle que se detuviera. Pero él siguió sonriendo, y de la risa pasó al desafío y del desafío a la agresión. Cuando los efectivos sacaron sus escudos ya había una turba gigantesca de comerciantes intentando lincharlos: eran débiles hombrecillos azules en medio de la multitud. Y el público, una cómplice masa diestra en el arte de no meterse en líos. Para entonces, ya en Mesa Redonda imperaba una sola ley: la incontrolable demanda de fin de año.

Desde mucho antes de la tragedia, la prensa había advertido sobre el peligro que se cernía sobre el jirón Cusco. No había que apelar a archivos amarillentos para intuir que esa zona era una bomba de tiempo. El pasado reciente hablaba por sí solo. En 1999, una galería ubicada en la sexta cuadra del jirón Cusco se quemó entera como consecuencia de un —otro más— chispazo inoportuno. Durante la Navidad de este año, una explosión en el jirón Andahuaylas dejó cuatro heridos. El motivo suena ahora natural: una comerciante había probado un producto pirotécnico. Minutos más tarde, un grupo de facinerosos aprovechó para robar mercancías.

Debido a esos antecedentes, hubo directivas municipales destinadas a evitar una posible catástrofe. La municipalidad de Lima había diseñado el plan Pirotecnia 2001, que tenía como propósito minimizar los riesgos de incendios y restringir la venta de artefactos pirotécnicos. Empleados municipales se infiltraron como transeúntes en los establecimientos comerciales, y de su espionaje recogieron un frío diagnóstico: en Mesa Redonda se almacenaba un centenar de toneladas de productos. Pero para los comerciantes camuflarse de la autoridad es un modo de vida: utilizaron efectivos métodos de traslado instantáneo, de modo que, cuando las autoridades llegaron, solo vieron la inmaculada sobriedad de un puesto libre de polvo negro. Gabriela Adrianzén, directora municipal de Fiscalización y Control, admite que sólo pudieron incautar aproximadamente cinco toneladas de fuegos artificiales. Lo que equivale a extraer un mínimo trozo de la mecha de una dinamita.

¿Prohibir o no prohibir?

Un día después del incendio, el presidente Alejandro Toledo —que se hallaba de viaje cuando ocurrió el desastre— anunció públicamente la prohibición de la importación, fabricación y comercialización de productos pirotécnicos, sin distinciones de ninguna índole. El último día del año pasado, sin embargo, el ministro Fernando Rospigliosi matizó el espíritu de la reforma en la legislación: si bien la comercialización de particulares sería prohibida, los fuegos artificiales podrán ser importados por personas jurídicas especializadas que asumieran las responsabilidades del caso.

Roberto Romero, director de Comercialización de Corporación Multiservice, empresa que coloca fuegos artificiales en eventos, cree que lo ocurrido tiene que ver más con una conducta negligente que con la peligrosidad inherente al producto. “El ‘chocolate’ es una bombarda, y tiene instrucciones específicas para ser activada. Hay que meterla en un tubo y colocar un par de ladrillos. Esto debe ser realizado por un especialista”. Para Romero, el problema no está en los artefactos —que por cierto, son los perpetradores de fastuosas cascadas de luz y burbujas de colores en la atmósfera negra—, sino en el hecho, de que, por ejemplo, las autoridades no se preocupen en traducir las instrucciones de uso de productos importados. Después del accidente, Romero coincide en que se prohíba la comercialización para particulares. “En nuestro país no existe cultura de seguridad. La gente no está preparada para una libre venta de fuegos artificiales”, afirma.

Pero, a diferencia de Romero, otros empresarios sí importan fuegos artificiales para comercializarlos masivamente, no creen en la prohibición. Jaime Zerga, gerente general de la importadora Inversiones Rivaspal SAC, afirma que su trabajo es legal y que no se debe satanizar su labor. Pero probablemente, su principal amparo —al igual que otros empresarios de su rubro— sea la autorización impartida por la Dirección de Control de Servicios de Seguridad, Control de Armas, Municiones y Explosivos de uso Civil (DICSCAMEC), entidad que ha permitido, en el 2001, el ingreso de mil toneladas de productos pirotécnicos.

Lo curioso es que mientras los almacenes estaban repletos de artefactos importados, mientras los comerciantes de Mesa Redonda escondían —debajo la mesa— un auténtico arsenal, personas como Jesús Montes Ramírez, humilde hacedor de castillos, pasaba uno de los peores fines de año de su vida. Montes, presidente de una Asociación de Pirotécnicos de Piedra Liza, tuvo que soportar la meticulosa inspección del DICSCAMEC en el alejado taller donde arma productos para fiestas patronales y otras celebraciones. En todo diciembre, solo construyó un castillo.

Un problema de ciudadanía

Para el psicólogo Alejandro Ferreyros, la tragedia de Mesa Redonda desnuda una honda crisis de ciudadanía (entendida como un código social y un sistema de relaciones sociales). “Vivimos en una ciudad, pero hay muy pocos ciudadanos. Somos un país con déficit cognitivo. Tenemos un nivel de desarrollo precario y eso nos crea una dificultad para plantearnos situaciones de riesgo colectivo”, afirma. Ferreyros cree que, en el caso de Mesa Redonda, tanto los comerciantes como los compradores tuvieron una ilusión de seguridad por el hecho de estar en masa. En relación a las —para muchos increíbles— detonaciones de artefactos pirotécnicos que se sintieron en algunos distritos de Lima la noche de Año Nuevo, el especialista cree que es una forma de decir: “esto no tiene que ver conmigo, voy a actuar como si no pasara nada”. Es un impulso agresivo que impide ver lo que ocurre a nuestro alrededor.

Desapariciones

La facultad de medicina de San Fernando se ha convertido en un santuario de fúnebres esperanzas. Todos los días, desde horas de la madrugada, centenares de personas hacen cola para ver si encuentran a sus familiares desaparecidos la noche de la tragedia. Algunos ya se abocaron a la triste —y cruelmente irónica— tarea de hallar una foto en que el hijo perdido ostente una sonrisa. Otros tuvieron la suerte —es un decir— de que los cuerpos de sus familiares no estaban calcinados del todo, y pudieron reconocer las chamuscadas prendas con que se vistieron la última vez. Al cierre de esta edición, eran más de 800 las denuncias por desaparición.

Crónica de un incendio anunciado

01/12/01 Vendedores ambulantes lotizan las calles adyacentes a Mesa Redonda. Traficantes cobran 50 dólares por lote en la vía pública y 150 dólares con toldo de colores incluido. El 70% de los vendedores informales expende fuegos artificiales.

04/12/01 La directora de Comercialización y Defensa del Consumidor de la Municipalidad de Lima, Eva Céspedes, denuncia que la policía no la apoya para desalojar a los ambulantes que se apoderaron de Mesa Redonda.

08/12/01 La Municipalidad de Lima, el Ministerio Público y la Policía Nacional decomisan 3 toneladas de productos pirotécnicos en Mesa Redonda.

09/12/01 Llamas arrasan parte del mercado La Escalera en Piedra Liza cuando una fabrica de productos pirotécnicos se empieza a incendiar.

10/12/01 Incineran en el ex Fundo Barbadillo las 3 toneladas de artefactos pirotécnicos decomisadas el 8 de diciembre.

10/12/01 Unos ocho mil vendedores ambulantes toman las calles de Mesa Redonda a pesar de la prohibición municipal.

10/12/01 El director de Seguridad Ciudadana de la Municipalidad de Lima, Gastón Prieto, anuncia que se desalojará la zona de Mesa Redonda tomada por ambulantes y se decomisará los fuegos artificiales que se expenden en el lugar.

20/12/01 El Consejo de Ate-Vitarte declara el 14 de febrero como día del artesano pirotécnico.

21/12/01 Se retira el cordón policial que custodiaba los alrededores de Mesa Redonda.

24/12/01 Explosión de un silbador deja cuatro heridos en Mesa Redonda.

27/12/01 La Municipalidad de Lima realiza una operación de decomiso de fuegos artificiales en Mesa Redonda. No cuenta con el apoyo de la policía y dos cascos azules resultan seriamente heridos. Actualmente se encuentran en estado de coma.

La penosa tarea de identificación

De los aproximadamente 300 muertos (calcinados o por asfixia) el 80% es irreconocible. Por este motivo, el trabajo de los 150 especialistas (entre psicólogos, anatomopatólogos, dentistas y forenses) es indispensable para identificar a las víctimas.

Odontogramas. Las piezas dentales brindan información según su desgaste y al ser comparadas con el último examen odontológico. Esta prueba es de alta precisión, siempre y cuando los familiares acudan a la morgue con un odontograma reciente

Señas particulares. Señas como cicatrices, prótesis dentales, placas radiográficas de cráneo, fémur o molares, serán indispensables para identificar a las víctimas. El estudio de los tejidos o histocompatibilidad podrá ser usado. Objetos personales como anillos o llaves aportarán pistas.

Fotografías. Para utilizar este método es necesario que la fotografía muestre a la persona sonriente con el fin de poder ver sus facciones. El estudio morfológico permite identificar a las personas por sus rasgos faciales, color de la piel y color del cabello conservados.

Examen de ADN. Ultimo recurso para lograr la identificación de una persona. Para la prueba de ADN se conservará tejidos o sangre, que serán estudiados para precisar con un 100% de exactitud la identidad, edad y sexo del fallecido. El Instituto de Medicina Legal se encarga de esta prueba. Otro de los procedimientos es extraer la pulpa de una pieza dental para hallar el ADN, siempre que esta no halla sido afectada de manera severa por el tiempo.



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