Por César Vallejo
París, diciembre de 1928.
Spengler ha pervertido, sin quererlo, a los muchachos de América. “La decadencia de Occidente” ha magullado la nuca y los tobillos de más de un escolar latinoamericano. Diagonalmente, culpa no tiene el filósofo de que haya gentes que no saben leer y, mucho menos, deducir de lo que leen, consecuencias científicas, ya que no imparciales. (La ciencia no excluye la pasión).
¿Qué enseñanza se deduce en América de la obra de Spengler? La enseñanza de que la cultura occidental agoniza llamando en su socorro a las fuerzas constructivas de las otras sociedades. ¿Y cuáles son esas fuerzas que pueden sustituir al espíritu occidental? Los estudiantes de América estiman que en las interlíneas de La decadencia de occidente se desliza sutilmente la alusión a América Latina como la sociedad elegida por las fuerzas obscuras e insondables de la historia, para suceder al Occidente en la dirección cultural del universo. ¿En virtud de qué ritmo específico de la historia, ha de ser América Latina el foco de la próxima civilización? Los estudiantes latinoamericanos no lo saben a ciencia cierta y las explicaciones que dan para sostener semejante candidatura a una próxima hegemonía cultural, participan del empirismo y suficiencia congénitos al espíritu criollo.
En el resto del mundo se conoce, sin duda, esta actitud, tan improvisada como antojadiza, de América Latina. Aun cuando nadie, en el fondo, cree en esa misión de América, se condesciende, —no sin guiñar el ojo, con sorna y malicia, a nuestra espalda— con esta inocente postura de nuestro rastacuesrismo, de la que mucho aprovechan, como precio de la tolerancia con que la miran para ponerla, por la punta o por el cabo, a tal o cual imperialismo económico, como el de los Estados Unidos o a tal o cual movimiento económico de justicia social como el que arranca del Soviet.
Pero, consideremos en sí misma la tesis latinoamericana, —diciendo lo menos— ridícula, pues no se acuerda con nuestra experiencia histórica, con nuestra actual estructura cultural, ni con la realidad objetiva de las demás sociedades.
Sean cuales fuesen las condiciones históricas en que hayamos vivido hasta ahora, no podemos negar que nuestro desarrollo ha sido de una terrible mediocridad. Otros pueblos, como los Estados Unidos, han logrado, en igual periodo de años, toda una forma propia de existencia. Nosotros, en un siglo de libertad política, no hemos hecho nada. ¿Qué a ello ha contribuido en mucho nuestra desastrosa herencia histórica y, señaladamente, la mentira de nuestra independencia? Esto mismo puede argumentarse en contra de la idea de un próximo resurgimiento y, más aun, en contra de una candidatura a la dirección cultural del mundo. Una cultura nueva no se saca de la noche a la mañana de un bolsillo y, menos todavía, de un bolsillo roto. El despertar de Rusia procede, no ya de un chispazo inesperado, como estiman cierto místicos y románticos, enemigos de toda concepción científica de la vida, sino de una lenta y subterránea agitación de la sociedad moscovita. Los saltos de la historia, de que trata Marx, no significan la supresión de las etapas procesales y sucesivas de la sociedad, sino únicamente la transformación —no inesperada, sino más bien, prevista— de un fenómeno o sistema de fenómenos en otro. Que de nueve se pasa a diez no quiere decir que se escamotee la unidad que hay que añadir a los nueve dígitos, para que estos se ‘conviertan’ en una decena. En otros términos, el salto radica en el cambio de una ‘calidad’ en otra, mas no en la supresión o abreviación de las ‘cantidades’ que son necesarias precisamente para producir una calidad de fenómenos sociales.
“Otros pueblos como los Estados Unidos, han logrado en igual periodo de años, toda una forma propia de existencia. Nosotros, en un siglo de libertad política, no hemos hecho nada”.
La cultura occidental, por otro lado, no es un hogar doméstico y privativo de Europa. Es un organismo cuyos núcleos y brazos palpitan más allá de esa parcela geográfica y vertebralizan el espíritu de muchas otras sociedades contemporáneas, entre las que figura América Latina. Para el caso en que dicha cultura esté, de veras en su ocaso —fenómeno que la obra de Spengler localiza en un plazo muy elástico— ella tendría que morir también en las sociedades cuyo fondo cultural llevan su sello y, por ende, en América Latina. Sucursal rigurosamente europea, desprovista de todo carácter autóctono, nuestro espíritu social tiene que seguir, como el que más, las peripecias históricas del hogar paternal y común del cual procede y se amamanta. Es un hecho de vulgar observación que el parásito y, más aún, el parásito áptero o del género simbólico de la tortuga o de especie rudimentaria, que no puede escapar, por incapacidad de movimiento propio, al contagio de muerte del organismo que lo nutre, se pudre juntamente con el ser que lo alimenta.
Otra dificultad para una próxima e inmediata hegemonía latinoamericana brota de nuestra confrontación con otras sociedades, cuyo desarrollo las coloca como posibles sucesoras del espíritu occidental y ante las cuales resultamos de una inferioridad irremediable. Rusia y Estados Unidos —pueblos en que se polarizan actualmente todas las inquietudes y fuerzas del mundo— serían sin duda, los más indicados para insuflar una nueva vida a los hombres. En ese rol los llaman sus grandes riquezas naturales, sus propias disciplinas culturales ya adquiridas, su enorme población, su homogeneidad, en cambio ¿América Latina?
Si por lo demás y en el terreno abstracto de las hipótesis, se sostiene que nadie sabe de lo que pueden ser capaces los pueblos, responderemos que, por desgracia, la perspectiva del provenir está hecha de recursos plásticos más o menos reales y manuables. Cuando estos recursos participan de lo vago o impalpable o del azar y se nos escurren entre los dedos, nada podemos decir del futuro.
Y en cuanto a lo demás, Marx ha decretado una vez por todas, la falencia del sentimentalismo, de la utopía y del patriotismo, pequeño o grande, en materia sociológica.