Lima parecía hoy una inmensa cámara oscura, con paredes que trazaran a lo largo de toda la ciudad los límites del secreto. Sus calles y avenidas tenían un perfil de soledad intranquila que caracteriza el cuarto de elección. Estaba a solas con su decisión, luego de una campaña política excepcionalmente compleja.
El madrugón fue general. Pese a que las conversaciones familiares se prolongaron por intento de hábiles oradores de sobremesa de obtener votos a última hora, el trajín se inició temprano. Sobre las 6, los despertadores dieron rumor ruidoso al amanecer, y las dueñas de casa se aprestaron a elegir “algo que ponerse”. Las damas, luego de la misa, y muchas de ellas llevando sus libros misales, engrosaron las densas colas que nacían a las puertas de cada colegio, donde las mesas con padrones y ánforas habían desplazado los habituales elementos escolares. La comuna impaciente desencadenaba amables conversaciones, desprovistas de la aspereza silenciosa de las de hombres, donde la mayoría leía sus diarios sin preocuparse mucho por el vecino. Además, las mesas de mujeres tenían color. Todas habían buscado en su vestuario lo mejor y lucían en el gris limeño su gracia singular.
Con niños en las colas
Como las señoras no querían perder su puesto temprano para su primera elección, los chicos quedaron a cargo de los maridos. Las escenas que se pintaron en más de un hogar, serán la anécdota más recordada por muchas familias luego de olvidarse de la demora de las colas y la incertidumbre de la elección.
Algunas madres prefirieron, en lugar de dejar a sus niños en las manos inseguras de sus esposos, llevarlos a la mesa. La presencia infantil en las colas desplazaba enseguida la política para incorporarse a la conversación la crianza del bebé. También fue un recurso de muchas señoras apuradas. Como estaban con un niño en brazos, le cedían el puesto, y en lugar de tarde casi una hora o más en votar, se desocupaban rápidamente.
Cada barrio, un mundo
La ciudad entera había entornado los párpados de metal y madera de sus negocios. El trabajo se había paralizado, y con ligeras excepciones los comercios parecían abandonados. La vida de cada barrio, con sus facetas particulares, se refugiaba en las colas. En algunos, la espera era más conversada y frecuentada por el chiste. En otros, transcurría silenciosamente, con elegante seriedad. En los distritos más populares, luego de la votación se proseguía conversando en las esquinas, como en cualquier otro día de la semana. En cambio, en los residenciales, el saludo que cerraba la concurrencia a los comicios, era punto final.
La piel de las paredes
Los vecinos más diligentes, se armaron desde temprano de cuchillas para devolver a las paredes la limpieza que le quitaron los mil carteles de ¡vote, vote, vote! A medida que avanzaba el trabajo y el suelo se llenaba de “cenizas” de papel, parecían más fatigadas las caras de los afiches. Como si tantos días que tuvieron que sonreír para convencer electores los hubieran cansado. La labor de limpieza, ininterrumpida por la pausa del mediodía, daba a las paredes aspecto de mil caras mutiladas. Los carteles a medio despegar formaban singulares composiciones donde el medio rostro de un candidato recibía el apoyo de las consignas de otro partido que había quedado debajo, y hasta la sonrisa de otro postulante.
La vida que les faltaba a las calles se hacía nervio en las casas políticas, locales por donde pasaba el meridiano inquieto de toda la ciudad. Desde temprano, era hervidero de pronósticos. El cálculo de probabilidad que habían hecho desde el comienzo de la campaña se estaba poniendo a prueba en las ánforas. Para muchos, las horas que faltaban hasta las 4 de la tarde parecían eternas. Sin embargo, la esperanza no decrecía, y en las tres casas presidenciales palpitaba la misma seguridad en ser elegida del millón y medio de peruanos que lo estaba diciendo a lo largo y ancho del país.