Hubo una época en la que ir al estadio significaba, más que ir a ver un club, ir a ver a un jugador. El espectáculo dependía menos del colectivo y más de un sujeto con nombre y apellido. A veces era el creativo, el número 10; otras veces era el delantero, raramente se trataba de un defensa. Si tenías suerte, era un jugador de tu equipo, entonces la emoción se duplicaba, pero podía no darse el caso y entonces tocaba admirar a ese crack en silencio, con una mezcla de fascinación y rencor.
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En los ochenta, por ejemplo, muchos hinchas cremas le teníamos ley a Franco Navarro a pesar de que no defendía la camiseta de la U sino la de Municipal (y cuando lo contrató Independiente de Argentina, nos volvimos seguidores de ese equipo exclusivamente por el atacante peruano); su gran desempeño con la selección en la Eliminatoria del Mundial de México 86 había sido clave para ganarse el cariño de la gente sin importar que procediera de una cantera rival.
Antes había experimentado esa misma paradoja solo con César Cueto, y luego, en adelante, con otras figuras talentosas que ojalá hubieran sido fichadas por la U para alguna temporada. Pienso en el Potrillo Escobar, el Chorri Palacios, Jefferson Farfán, Pizarro, Guerrero, etcétera. Eran tan endiabladamente buenos –ya sea en la selección o en sus clubes– que no podías dejar de aplaudirlos, siquiera mentalmente. Cuando enfrentaban a tu equipo, deseabas que se lesionasen pronto o que fueran expulsados, que tuvieran una mala tarde; los insultabas desde la tribuna, pero ese insulto era solo un elogio disfrazado. Con la blanquirroja, en cambio, lo único que querías era que la pelota les llegara cuanto antes para que mostraran sus virtudes al mundo. Qué aburrido sería el fútbol para los hinchas si solo pudiéramos levantar altares y forjar idolatrías con jugadores del equipo con el que nos identificamos. Uno también necesita adorar lo prohibido.
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En el 2007, todos estábamos encantados con los Jotitas del profesor Oré; cómo no si clasificaron al Mundial Sub 17 y avanzaron hasta cuartos de final. La figura indiscutible de ese elenco era el número 7, el enlace, un tal Reimond Manco. O Rei. No había forma de no admitir que se trataba de un jugador con un pie derecho tocado por las hadas. Qué suerte la de Alianza por tenerlo en su plantilla.
Pero así como vimos a Manco convertirse en estrella en pocos años, su caída se produjo con un vértigo similar. Las razones son conocidas: la mala noche, las malas juntas, los efectos lesivos de la fama y el dinero a temprana edad, la farándula, el tócame que soy realidad. Con menos de veinticinco años Manco ya era un ex jugador, un futbolista jubilado. En un universo paralelo le hubiera tocado a él, no a Cuevita, conducir a la selección peruana en Rusia 2018; en ese mismo universo era Manco quien pateaba el penal contra Dinamarca (y sí, anotaba).
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En los años posteriores a su debacle deportiva, Reimond fracasó en cada intento por reinventarse y acabó encontrando un refugio medianamente provechoso en la tertulia deportiva.
Hasta que un día, hace poco, quizá después de verificar el bajo nivel de la liga local, Reimond se miró al espejo y vislumbró en el fondo del cristal el reflejo del Jotita que encarnó en el pasado. Quizá en ese momento decidió rescatar sus chimpunes del fondo del armario y volver a ser un ídolo.
Unión Comercio acaba de anunciarlo como su nuevo jale para este 2024. Nadie sabe cómo terminará esta aventura (o quizá sí, pero preferimos creer en un milagro ocasional). Lo cierto es que su contratación es un estímulo para el medio. Manco fue un crack a los veinte, y quizá lo siga siendo a los treintaitrés. La gente acudirá al estadio, no a ver al equipo de Rioja, sino a verlo a él, al ex Jotita dribleador. Querrán que la pelota llegue pronto a su pie derecho y, justo ahí, en ese primer toque, sabremos si la magia está de vuelta, sabremos si el muchacho es mentira o realidad.
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