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En las últimas elecciones en Chile, José Antonio Kast hubiese sido mi candidato a la presidencia desde la primera vuelta. El reciente discurso de Kast, tras ser electo presidente, dejó un gesto profundamente relevante. En él, Kast pidió respeto por su rival política, Jeannette Jara, reconociendo que tenían enormes diferencias —como es natural en una elección—, pero subrayando que el respeto debía marcar el tono de su gobierno. No fue un acuerdo político ni una concesión ideológica, sino algo más básico: el reconocimiento de la dignidad del adversario. Ese tipo de gesto no borra las diferencias ni las controversias asociadas a su figura, pero sí establece un límite claro: la política puede ser dura sin dejar de ser humana. Kast no dijo que Jara tuviera razón; dijo que merecía respeto. Y esa distinción es clave para cualquier democracia.
Algo muy similar ocurrió años antes con John McCain en Estados Unidos. En plena campaña presidencial, cuando una simpatizante descalificó a Barack Obama con insinuaciones alarmistas, McCain la corrigió públicamente. Dijo que Obama era un hombre correcto, una persona decente, y que sus desacuerdos eran políticos, no morales. En ese momento, McCain mostró que se puede competir con firmeza sin convertir al rival en un enemigo moral o una amenaza existencial. Ese gesto quedó como una referencia histórica precisamente porque fue excepcional. No le dio votos extra, no fue viral, pero sí dejó una enseñanza: la democracia se fortalece cuando quienes compiten se reconocen como personas antes que como caricaturas.
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El contraste se vuelve evidente cuando observamos actitudes opuestas como las de Donald Trump, quien en ninguna circunstancia hubiese sido una opción política para mí en las elecciones en Estados Unidos. Burlarse o celebrar indirectamente la muerte de Rob Reiner por ser crítico político no es “decir las cosas sin filtro”; es cruzar una frontera ética. Ahí ya no hay debate de ideas ni defensa de principios, sino deshumanización. No se trata de izquierda o derecha, sino de la incapacidad de ejercer empatía básica.
La diferencia entre estos ejemplos no es ideológica. Es moral. Kast y McCain, en esos momentos concretos, entendieron que el adversario político sigue siendo una persona. Trump, en el ejemplo citado, actuó como si el desacuerdo justificara la crueldad.
La estrategia política siempre debe respirar la esencia del candidato. Por eso, no hay manera de tapar con marketing lo que se desliza desde el ADN a través de los poros. La honestidad es siempre parte fundamental de una campaña política.
Vale la pena decirlo con claridad: no importa de qué partido seas. La humanidad, la empatía y la tolerancia no son debilidad ni ingenuidad; son las bases mínimas de una convivencia democrática sana. Cuando se pierden, la política deja de ser una competencia de ideas y se convierte en una lucha donde todo vale. Y ahí, gane quien gane, todos perdemos.

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