Por: Camilo Torres
Los infiernos propuestos por la ciencia ficción tienen la mala costumbre de convertirse en realidad. O aproximarse demasiado. Philip K. Dick no les tenía cariño a los títulos sobrios, así que no extraña que su novela más famosa se llame ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Allí, entre otras visiones de la noche del mundo, imagina que la basura es un declarado enemigo que devora el hábitat humano. Incluso en su ficción ha merecido ser bautizada de nuevo y se le llama “kippel”.
► El Niño: El fenómeno que requiere toda nuestra atención
► Festival de Cine de Lima: las 23 películas imperdibles de la edición 23
—Advertencias del mañana—
“Cuando no hay gente”, explica un personaje de Dick, “el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos veces más. […] Esa es la primera Ley de Kippel. El kippel expulsa al no-kippel”. Nadie ignora que hoy la basura ha sobrepasado toda medida esperable. Además, sabemos que, si no hacemos algo efectivo, y pronto, el plástico y otros desechos terminarán por asfixiarnos.
Otra monstruosidad fantaseada por Dick es la desaparición de los animales. En su novela, cada mes aparece un catálogo con los precios actualizados de las mascotas que aún sobreviven y su adquisición es un símbolo de estatus social para los humanos. Más aún, es también una forma de consolarse por la destrucción que la industria y las guerras han consumado y la sociedad civil ha permitido. Quien no puede costearse un animal al menos compra una imitación artificial. Y también artificial es la especie que amenaza con reemplazar a la humana. Los androides de Dick pueden ser más inteligentes que los humanos y no sufren las enfermedades con que la polución ha dañado irreversiblemente a estos. Ajenos a emociones humanas, estos seres cercanos a la esquizofrenia son fruto de una codicia que utiliza la ciencia como un instrumento más para producir mercancía. Así el saber biológico ha degenerado en mera tecnología de alta complejidad.
Por su parte, la realidad insiste tercamente en demostrar la vigencia de las pesadillas de Dick. En junio de 2015, Gerardo Ceballos, de la Universidad Autónoma de México, anunció al mundo que la sexta extinción masiva de especies ya estaba en marcha. Dos diferencias singularizan este proceso de los cinco anteriores: que ahora la causa es una especie animal (la humana) y que la velocidad es mayor. Esto último significa, según el doctor Ceballos, que solo bastarían tres generaciones para que el planeta pierda la biodiversidad de la que vive y que tomaría siglos (¿o millones de años?) recuperar.
—La humanidad que aún no existe—
Desde sus inicios, la ciencia ficción ha tenido la voluntad de ser una advertencia. Así se aprecia en Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Asimismo, uno de los roles de la filosofía ha sido ofrecer ideas que rijan las elecciones sociales o individuales para alcanzar o mantener el bien común.
Aristóteles consideró que la ética es “filosofía práctica”. Han pasado veintiún siglos desde entonces y hoy la polis griega ha devenido en una gran aldea global, como bautizó a la cultura planetaria Marshall McLuhan. Lo cierto es que solo ahora tenemos el poder de dañarnos y dañar la naturaleza de forma permanente. Más aún, podemos degradar la vida de humanos que todavía no han nacido. Ostentamos el triste privilegio de una capacidad destructiva sin precedentes. Así lo enfatiza Hans Jonas, filósofo alemán y especialista en ética. Esta potencia es una novedad en la historia de nuestra especie; por ello, sostiene Jonas, demanda una nueva ética, una moral que esté a la altura de las circunstancias. Jonas propone normas básicas que, de ser respetadas, pueden salvar la salud, la vida y la civilización. Ignorarlas sería peligroso y abriría las puertas de un infierno no imaginable y más allá de nuestro control.
En primer lugar, se puede cuestionar que debamos respetar los derechos de personas que aún no existen. Para Jonas, esta objeción se responde con un simple aserto: los individuos tienen derecho al suicidio; la humanidad, no. Además de la vida, también la calidad de esta debe ser defendida, para nosotros y para los humanos que vendrán. Es, explica el filósofo, un tipo especial de deber, pues lo tenemos para con personas que no conoceremos y que no pueden reclamar derechos. Es distinto del deber que, por ejemplo, un padre tiene para con el hijo concebido. Pero la magnitud de la amenaza exige igualmente una ampliación de nuestra responsabilidad.
Luego tenemos que formas de experimentación genética, como la clonación, pueden alterar de manera permanente la vida humana tal como la conocemos y esto lleva a Jonas a otra preocupación. Debemos preservar la naturaleza de la humanidad. Alterarla sería irresponsable y peligroso y, por ende, inmoral. Todo lo anterior es fundamento para que el pensador alemán proponga un imperativo categórico: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana ética en la Tierra”. Tal es la norma de responsabilidad que Hans Jonas propone y que ha servido de base para la bioética actual.
Haríamos bien en escuchar al filósofo. Cada vez se acorta más el tiempo —¿once años?, ¿menos?— antes del punto de no retorno. La voz de Casandra se ha alzado y, si no la atendemos, la civilización, que se funda en esa misma naturaleza a la que contamina y daña, puede desplomarse por su propia acción desmesurada. Y entonces las tragedias de Shakespeare y la música y las cosmogonías y el saber de la historia desaparecerán como un sueño que nadie recuerda.