Ilustración: Víctor Aguilar
Ilustración: Víctor Aguilar

El gobierno de Pedro Castillo trae una actualización de las viejas batallas culturales. Incluso desde la elección era posible vislumbrar que la postulación del profesor tenía como inicio y fin sobreponer la representación a la aspiración. Esta última es una idea que, en términos de política peruana, tuvo su auge y muerte con el gobierno de PPK (“los mejores”), cuyo único legado es haber convertido la tecnocracia en una caricatura.

Pero la representación tiene sus propios problemas, como puede serlo tomar la voz de un sector cuyo conservadurismo normaliza la homofobia y la misoginia en un país donde muere una mujer por feminicidio cada tres días. No es un accidente que el primer ministro tenga solo a dos mujeres en su Gabinete, como no lo es que Bellido haya sido acusado de sugerir una violación a la congresista Chirinos. El comportamiento de la izquierda cerronista —tanto por las acusaciones de corrupción como por las de machismo— provocó ya una fragmentación que le costó unidad y cuadros. El resultado electoral, sin embargo, legitimó la caverna que ahora ha sido ocupada por Verónika Mendoza. Hay un costo moral y habrá un costo político en ello.

El planteamiento para el ciudadano progresista hoy es inconsistente. No hay nadie más ajeno al feminismo que Bellido. El punto de encuentro entre la agenda progre y la libertaria (aborto, matrimonio gay, derechos de los transgénero, uso recreativo de las drogas) está sepultado. En cambio, el gobierno de Castillo ofrece una reivindicación superficial del quechua desde un enfoque binario y esquemático: vencedores y vencidos, opresores y oprimidos, blancos e indígenas, ellos y nosotros. No hay lugar de encuentro ni valor en el mestizaje, ni en aquello que Víctor Andrés Belaunde llamó la “síntesis peruana”, ni en la promesa de alcanzar la “síntesis social” que prometió Basadre ni en la reivindicación del mestizaje andino —no hispanista— de Arguedas. No. Paco Yunque para todos.

Por si fuera poco, se embandera la representación como valor, pero el presidente no solo está —para todo efecto— desaparecido (¿hace cuántos meses no concede una entrevista?), sino que el Ejectuvo ni siquiera tiene una estrategia de comunicación formal, pues el cargo de quien debería formular ese planteamiento está vacío. La vaguedad y la ambigüedad pasan por estrategia: los ministros juran por la Constitución de 1993, pero la bancada oficialista recoge firmas para cambiarla; anuncian la salida de un ministro, pero, durante días, este despacha a la espera de que alguien decida su permanencia o salida; se invoca lo autóctono como propósito y guía, pero no hay creación heroica... solo esa vieja retórica que entiende la dialéctica marxista como piedra filosofal (¡cuánto bien les haría leer a Edmund Wilson!). ¿Neoconservadurismo popular peruano? ¿Izquierda andina machirula? ¿Nuevo indigenismo dinosáurico? ¿Viejolesbianismo marxista plurinacional? ¿Negacionismo originario? ¿O haríamos bien en seguir usando simplemente “los dinámicos del centro”? La derecha tiene sus propios monstruos, pero a este falta ponerle nombre.

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