Conocí a Enrique Verástegui, el ángel de los cabellos crecidos –como se reconoce en sus poemas–, cuando él tenía 25 años y ya había publicado el notable poemario "En los extramuros del mundo". Fue en una fiesta en casa de una amiga detrás del antiguo cine Tauro, adonde asistieron poetas y artistas. Cuando lo vi entrar me hechizaron sus ojos dormidos y sus pasos de vaquero perdido en su mundo interior, de la misma manera en que me había fascinado su poesía.
Nuestra relación estuvo signada desde el principio de nuestro casamiento entre su alta autoestima como poeta virtuoso y la hiperestesia; entre una gran sensibilidad frente a las artes, el conocimiento científico y la sencillez más prístina, pues fue un padre amoroso que nunca esquivó las tareas domésticas. Su valoración como creador exigía de parte del lector una calificación superior; en ese sentido, Enrique podía ser abrumador si alguien no era también un gran lector o lectora de la tradición lírica occidental y oriental. Fue su madre, doña Romelia, quien despertó en él su vocación, ya que ella recibía siempre unas revistas religiosas en las que se publicaban artículos de ciencia y literatura.
Sentados en el parquet, cerca de la ventana, en la casona de Lince de mis padres, conversábamos hasta altas horas de la noche con una botella de ron o de vino y los infaltables cigarrillos. Me contó que, siendo un adolescente en Cañete, integró una célula partidaria de izquierda inducido por el boticario de San Vicente. Enrique se inclinaba por las ideas marxistas, admiraba a los filósofos de esa honda como Sartre, Marcuse, y a otros como Wittgenstein, filósofo y matemático.
Entonces éramos jóvenes y solo pensábamos en el amor y en la poesía, aunque la política en los años setenta, bajo el influjo de las revoluciones soviética, china y cubana, fue determinante en la concepción del mundo y el rechazo al capitalismo entre intelectuales peruanos. Los cafés del Centro de Lima, donde pasábamos gran parte del tiempo de enamorados –y que no tenían nada que envidiar a La Rotonde o al Café de Flore de París–, se repletaban de artistas, diletantes nocturnos y políticos trotskistas. Muchos andaban con su librito rojo de Mao y eran seguidores de la revista literaria francesa "Tel Quel", fundada por Philippe Sollers. Nos pasábamos toda la noche tonteando por La Colmena, en las librerías para "expropiar" algunos ejemplares imperdibles, y en los jardines de las plazas nos besábamos libremente. La policía no se metía, solo miraba.
EL LARGO VIAJE
En 1976 viajamos a España gracias a una beca literaria y en Menorca, en la isla de Mahón había una biblioteca bien surtida. Subíamos por la carretera a pie para pedir prestados libros, aunque ya habíamos comprado una cantidad irrisoria cuando vivimos siete meses antes en Barcelona. Allí nos visitaban Roberto Bolaño y Bruno Montané, dos poetas jóvenes chilenos, que acababan de llegar de México. Fueron ellos y la pareja de escritores catalanes Carlos Trías y Cristina Fernández Cubas nuestros únicos amigos en Barcelona.
La tramontana, el viento frío que viene del norte de España, nos hizo dejar Menorca y viajar a París, donde encontramos a todos nuestros compatriotas autoexiliados por diversas razones. Enrique, yo y nuestra hija Vanessa llegamos en 1978 y nos alojamos en el Distrito XVI, un barrio residencial, en las buhardillas de un séptimo piso. Esos cuartos estaban destinados a las empleadas del hogar, pero los parisinos los alquilaban a los extranjeros. El edificio de la calle George Mandel, por ejemplo, ubicado cerca de la Plaza del Trocadero, era enorme y las habitaciones las ocupaban africanos o españoles. La mayoría de poetas y pintores peruanos tenía un cuarto en el séptimo piso de ese elegante predio.
Se organizaban recitales en locales prestigiosos como la librería Shakespeare and Company, charlas interminables, partidos de fútbol en el Bois de Boulogne, peregrinaciones a la tumba de Vallejo en Montparnasse y tertulias hasta el amanecer.
Enrique y yo escribíamos y trabajábamos en aquello que se nos presentara: él en alguna feria como vigilante; yo, limpiando casas. Vanessa se quedaba en la Escuela Maternal, donde había ingresado desde los tres años y donde podía permanecer incluso en días feriados hasta las seis de la tarde.
En los años ochenta la colonia peruana se dispersó y regresamos a Lima, justo cuando estallaba la violencia de Sendero Luminoso. Mucho antes de eso, a mediados de los 70, cuando supe que había empezado a escribir su maravilloso "Monte de goce" en un hospital, percibí que estaba frente a un verdadero ángel. Yo ya había leído sobre los dramáticos destinos de Nietzsche, Van Gogh, Hölderlin y Trakl. Y Enrique pertenecía a esa grey. Creo que por eso nuestros caminos se bifurcaron: él necesitaba más, todo un mundo de lectores, que felizmente tuvo en los últimos diez años de su vida, cuando su fama empezó a crecer, especialmente entre los jóvenes.
Dejamos de vernos durante mucho tiempo hasta que nació Stéfano, nuestro nieto querido, en el 2007. Ahora recuerdo que el último libro que le presté en junio, un mes antes de que falleciera, fue "Alexandr Blok" de Nina Berberova. Le gustó mucho e incluso escribió un artículo sobre esta obra. Al dárselo por el Día del Padre, me dijo: "Es uno de los mejores libros que me traes". Por eso me extrañó que me lo devolviera después de leerlo con avidez. Generalmente los textos que le llevaba, sean nuevos o de nuestra antigua biblioteca –la mayoría de nuestros libros aún yacen embolsados en Cañete desde el terremoto del 2007–, pasaban a formar parte de la colección que mantenía en casa de sus hermanas, quienes lo cuidaron con celo y mucho amor.
Pocos días después de su muerte –no sé bien por qué–, lo revisé, vi que estaba subrayado como acostumbraba hacerlo, con las hojas dobladas, y releí lo que había resaltado. Quedé conmovida con unos versos de Blok señalados con lapicero y trazos temblorosos: "El día transcurría /en una dulce locura".