“Los libros solo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. Los libros son como el agua sucia. Quemamos un millar de libros, quemamos a una mujer. ¡Y qué!”, dice el protagonista de “Fahrenheit 451”, la brillante distopía que Ray Bradbury escribiera en plena era McCarthy ante la amenaza de incinerar treinta mil obras de autores ‘comunistas’ tipo “La montaña mágica” de Thomas Mann o “La teoría de la relatividad” de Albert Einstein. “Anoche estuve meditando sobre los libros y por primera vez me di cuenta de que había un hombre detrás de cada uno de ellos”, piensa después, redondeando la bella alegoría por la supervivencia de la memoria humana, por quienes la construyen y la preservan.
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Ocurre que la historia de la humanidad está preñada de este tipo de atentados. Desde los autos de fe de la santa inquisición, el índice de libros prohibidos de la Iglesia (1564 – 1966) hasta el incendio de bibliotecas enteras, empezando por la de Alejandría (año 272) y terminando en la quema de 8 mil libros antiguos y manuscritos por obra del Estado Islámico (Mosul, 2015). En el camino, un ceniciento reguero de celulosa que remonta a los albores de la intolerancia y encuentra en el ultranacionalismo y el antisemitismo nazi su primera gran hoguera contemporánea: el 10 de mayo de 1933, veinticinco mil libros que no celebraban la pureza aria son incinerados en la Opernplatz de Berlín ante cuarenta mil fanáticos comandados por Joseph Goebbels.
APAGÓN INTELECTUAL
“De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo, sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”, dijo Jorge Luis Borges, que tenía 44 años cuando la dictadura de los generales Farrel-Perón (1943) clausuró la editorial Problemas, que imprimía material marxista, y encendió la segunda piara de libros en la historia del nuevo mundo —primero fue la quema de códices mayas por el sacerdote Diego de Landa en Yucatán, 1562—. Pero una fogata más grande ocurriría en 1976 cuando otro uniformado ordenó quemar un millón y medio de ejemplares firmados por Galeano, García Márquez, Cortázar, Neruda, etc., “para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos. De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina” (1976).
Tres años antes había empezado el gran apagón intelectual chileno cuando el general Pinochet, en su aciaga misión de “extirpar el cáncer marxista”, enfiló sus baterías contra la producción libresca. Bajo el lema “ocupación y destrucción”, sellos como Quimantú, centenares de editores y otras tantas librerías sufrirían una ignominiosa persecución cuyo símbolo será la quema reconocida de 15 mil ejemplares del libro “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile” en Valparaíso por agentes del Ministerio del Interior (28 de noviembre de 1986). En aquellos años se incendiaron películas, material gráfico y otros objetos artísticos en sintonía con el desmantelamiento de todo el sistema educativo donde la creatividad era considerada subversiva.
Sirva la oportunidad para recordar que la primera víctima de semejante proceder castrense chileno fue la Biblioteca Nacional del Perú: a lo largo de 1881, la soldadesca invasora tomaría posesión del inmueble y procedería a saquear más de 10 mil libros que ellos mismos clasificaron: historia, literatura, estadística, ciencias físicas, matemáticas, historia natural, medicina, jurisprudencia, teología y ciencias sagradas. Tuvieron que pasar 126 años para que no pudieran más con la vergüenza y devolviesen 3.788 ejemplares “para que se viera el poco provecho que aportó al país ese robo y cuánto contribuirá para excitar animosidades entre dos naciones hermanas”, como lo reconocieron en el Diario Oficial de Chile.
HOLOCAUSTOS DE PAPEL
Si bien es cierto que nunca se comprobó la quema de mil ejemplares de “La ciudad y los perros” en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado —por contener una escena homosexual y algunas otras inconductas con gallinas—, es verdad que el general José Carlos Marín dijese que la obra era “un instrumento por el cual se ataca a las instituciones armadas, táctica típica del comunismo”. Lo que sí se sabe es que, pretextando esa misma amenaza, el general brasilero Getúlio Vargas ordenara en 1937 la combustión de casi dos mil libros, 808 de los cuales eran “Capitanes de la arena” de Jorge Amado, que tenía 25 años y una prosa especialmente afilada a la hora de describir los abismos sociales de su país.
En 1967, nuestro célebre editor Juan Mejía Baca denunció públicamente la quema de libros provenientes de México —concretamente de la editorial Grijalbo— por órdenes del ministro acciopopulista Javier Alva Orlandini, quien habría firmado una autorización para echar gasolina a libros considerados ‘peligrosos’, entre los cuales se encontraría “Los diez días que estremecieron al mundo”, hito de la no ficción donde el periodista norteamericano John Reed cuenta en primera persona las efervescencias de la revolución bolchevique de 1917. “Mientras el Vaticano ha dado plena libertad al retirar toda prohibición, en el Perú todavía se queman libros con el mayor desprecio cultural de un régimen que creíamos democrático”, escribe Mejía Baca en su “Quema de libros. Perú 67” (1980).
En 1965 miles de ejemplares de “Lolita” ardieron en una hoguera en Dusseldorf. Nunca se ordenó quemar “Los versos satánicos”, pero sí a Salman Rushdie en 1989. Así, el germen de la destrucción de libros, manuscritos, tablillas de arcilla, papiros o E-books será el mismo a lo largo de la historia: el sectarismo, la superstición y la ceguera. Del invaluable acerbo incinerado durante la Guerra Civil española, la revolución cultural China o la guerra en los Balcanes al millón de volúmenes con el sello de la Biblioteca de Bagdad destruidos el 2003, la historia del exterminio de libros es el suicidio de la humanidad por mano propia. O mejor, en palabras del poeta judío-alemán Heinrich Heine (“Almansor”, 1820): “Ahí donde se queman libros se acaban quemando también seres humanos”.
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