Pensémoslo de esta manera: Martín Adán escribió “La casa de cartón” a la edad en que los adolescentes de hoy están grabando videos de TikTok. Y no es que tenga nada de malo el TikTok, ni mucho menos. La verdad es que el raro fue Adán. La excepción a la regla, un prodigio de la precocidad comparable al Rimbaud que antes de los 19 ya había escrito toda su poesía. Curiosamente, ambos autores tuvieron una juventud tan flamígera que su adultez acabó chamuscada: el peruano vivió de sanatorio en sanatorio y el francés se dedicó a traficar armas en África hasta su muerte a los 37 años.
► Martín Adán murió hace 30 años en el hospital Arzobispo Loayza
Pero volvamos a Adán que, según datos de su biografía esquiva y de algunas entrevistas contradictorias, comenzó a armar los primeros bocetos de “La casa de cartón” cuando tenía 15 o 16 años. Allí el narrador –sin nombre– vendría a ser el propio Rafael de la Fuente Benavides (su identidad real), mientras el otro personaje central es su amigo Ramón (el segundo nombre de De la Fuente). Rafael y Ramón serían entonces dos versiones de una misma persona. Es decir, Martín Adán como un sujeto escindido desde esa obra temprana.
Como fuere, lo que más sorprende de “La casa de cartón” son los incalculables alcances de su lenguaje, la configuración de un escenario que se siente íntimo y universal, como una “pequeña perfección”, en palabras de Luis Loayza. “Lo escribí siendo colegial, para ejercitarme en las reglas que el profesor de gramática castellana, Emilio Huidobro, nos daba”, dijo el autor en una entrevista de 1978, citada en la biografía que escribiera el investigador Luis Vargas Durand.
El profesor Huidobro, español él, fue un personaje trascendental para esos primeros años de curiosidad creadora del púber Martín Adán y para toda una generación de jóvenes prometedores que pasó por el Colegio Alemán, entre ellos Emilio Adolfo Westphalen, Estuardo Núñez y Guillermo Lohmann Villena. Muchachitos que terminarían por darle forma a buena parte de la intelectualidad de nuestro siglo XX.
EL PAÍS ADOLESCENTE
Como el Colegio Alemán quedaba en el Centro de Lima (luego se trasladó a Miraflores), era habitual que Adán viajara hasta allí en tranvía, desde su casa en Barranco (hoy una discoteca salsera del bulevar, el Zipango). Y aunque existe la idea equivocada de que el título de su libro hace referencia al propio hogar, lo más probable es que en realidad aludiera al Palacio de Cartón que se ubicaba en el lugar donde hoy está el Hotel Bolívar.
¿Qué era el Palacio de Cartón? Un monumento a la improvisación, para decirlo con claridad. Fue mandado a construir por el presidente Augusto B. Leguía en 1921 –cuando el colegial Adán tenía 13 años– para la Exposición Nacional de Industrias, que coincidía con el centenario de la independencia. Se necesitaba una edificación imponente, a la altura de las celebraciones, pero su ausencia se resolvió con un cascarón hecho de ‘beaver board’, una especie de ‘drywall’ de moda en aquella época.
El Palacio de Cartón era, pues, el símbolo de un país en construcción, la pura apariencia. Fueron los años de una modernización que eventualmente se truncó, y que el joven autor anticipó y convirtió en metáfora gracias a su visión esotérica. Porque “La casa de cartón” es en cierta forma una ensoñación de lirismo triste y pesimista, una máquina de proyecciones de belleza fantasmal. “Todo es así temblante, oscuro, como en pantalla de cinema”, escribe.
El escritor Alonso Cueto esboza una aproximación similar sobre el libro: “Cuando pienso en ‘La casa de cartón’, me hago la idea de las precarias viviendas que los peruanos siempre hemos intentado construir para soportar el caos y los embates del mundo. Dentro de esa casa todo parece frágil y sin embargo permanente. Por sus ventanas puede verse la ‘nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, garúas de viaje en bote de un muelle a otro…’ y otros escenarios tan finos como dramáticos”.
Pero lo que la sociedad y sus gobernantes no pudieron hacer prosperar en aquellos años 20 (que lucen inquietantemente parecidos a nuestro presente), los escritores se encargaron de reivindicarlo: fue la década de “Trilce” de César Vallejo, de “5 metros de poemas” de Oquendo de Amat, y de “La casa de cartón”. Pura tracción y vanguardia, a contracorriente de su entorno. “En este libro un niño está descubriendo el mundo en su forma limeña, un mundo de nebulosas –agrega Cueto–. La proeza de Martín Adán es que vivimos dentro de esa casa y vemos su invierno como el nuestro”.
FINA ESTAMPA
Por todo lo dicho es que se celebra la aparición de una nueva entrega del libro. Esta vez a cargo de Máquina Purísima, con una edición de lujo de 199 ejemplares (como nuestros años de independencia) y otra más pequeña y masiva a cargo de Revuelta Editores. La de Máquina Purísima –gestada por Cecilia Podestá– incluye además las pinturas que Enrique Polanco ha ido preparando en los últimos años con el libro de Adán como modelo e inspiración.
“Adán siempre decía que había escrito ‘La casa de cartón’ como una serie de postales. Y en las imágenes de Polanco se ven muchas de las cosas que se nombran en el libro, desde Proust hasta los bañistas. Es un proyecto alucinante”, afirma Podestá, poeta y editora, quien confiesa que estuvo casi dos años tocando la puerta de la Beneficencia de Lima para, por fin, obtener los derechos de una obra que siempre merecerá mayor difusión.
Sobre la dificultad de inscribir a “La casa de cartón” en un género específico (¿es realmente una novela? ¿Son una serie de poemas escritos en prosa?), Podestá considera que, independientemente de las etiquetas o clasificaciones, ella no tiene otra forma de leerla más que como poesía. “Es un libro al que, además, llegué de forma tardía –cuenta–. Creo que lo ojeé en el colegio, pero lo dejé allí. Años después encontré una edición que tenía el nombre de mi mamá. Lo leí en un momento horrible, pero sentí que había entrado a un espacio donde podía estar mejor y que encima tenía esa frase tremenda: todo menos morir”.
Del misterio que aún recubre como neblina la gestación de “La casa de cartón” queda la duda de cuánto se dejó fuera de ese proceso de constante escritura, desecho y destrucción. Podría uno preguntarse lo mismo de cualquier otro libro, pero en este caso particular de esta obra impresionista y dispersa seduce la idea de una sucesión infinita de paisajes, alumbrados por una mente delirante y enigmática. O para decirlo de la forma en que lo diría Adán: como una mula que “nos está creando al imaginarnos”.
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