
POR ENRIQUE PLANAS
Construye instalaciones con muñe quitos comprados en mercados para sacudirnos el espíritu. Liliana Porter (Buenos Aires, 1941) aborda la realidad desde un engañoso punto de vista, a través de sus dibujos, grabados, fotografías, pinturas, videos o instalaciones. Representada por la galería Espacio Mínimo de Madrid, la creadora argentina es una de las principales invitadas a la feria Art Lima, como parte de la sección Pioneros, espacio que presenta a los creadores vivos con más de 40 años de trayectoria, cuya obra resultó completamente innovadora para su medio y contexto. En el caso de Porter, sus experimentos con la pequeña y la gran escala, con los sistemas de representación, con la figura, el color y el vacío, siempre resultan sorprendentes.
En su obra se advierte la tensión entre la palabra y el objeto. ¿Cómo desarrolla estas relaciones extrañas?
Pienso que las relaciones extrañas existieron siempre entre las palabras y las cosas. Lo único que uno puede hacer en el contexto del arte es señalar eso que uno percibe y crear situaciones que potencien esa percepción.
¿Cómo le inspira el intento de definir la realidad?
Creo que la única realidad que existe es nuestra relación con las cosas, ya que resulta imposible separar la cosa del que la percibe.
¿Su obsesión por la miniatura es parte de algún recuerdo de infancia?
Lo que aparece en mi obra en los años 60 es el uso de un espacio “vacío”. Ahora me doy cuenta de que ese espacio es el que miniaturiza las cosas. Siempre usé los objetos del tamaño real: un clavo tiene la medida de un clavo, un adorno o los figurines que elijo y uso vienen así, tal cual. Lo que los hace percibir como pequeños o solos es el espacio que los rodea.
En su trabajo existe algo extrañamente inocente. ¿Dónde nace esa inocencia que el mundo no ha llegado a contaminar?
Los temas más importantes que nos preocupan en esta vida son básicamente lugares comunes: vida, muerte, amor, felicidad, etc. Entonces, si uno toca alguno de estos temas, mejor es tratar de no complicar más las cosas.
Alguna vez leí un artículo suyo sobre su amor por la Gioconda. Decía que usted conoció primero la obra de Leonardo como el diseño de un dulce casero, antes de saber que se trataba de una obra maestra. ¿Es así nuestra percepción del mundo? ¿Ante la falta de originales nos hemos habituado a convivir con la copia?
Claro. El orden de las cosas , la manera como percibimos la realidad, es generalmente arbitraria. Ese ejemplo del dulce La Gioconda era muy útil para ilustrar el tema del original y la copia. Los argentinos de mi generación indudablemente vieron por primera vez, en su infancia, la imagen de la Mona Lisa reproducida en esa lata de dulce de membrillo. Es inevitable que suceda que el cuadro en sí, entonces, emocionalmente, resulta una imagen secundaria, derivativa.
¿Cómo influye el azar en su trabajo?
No sé. Pero influye.
Usted participa en la sección titulada Pioneros. ¿Siente que en su trabajo ha recorrido territorios no explorados por otros?
Estoy demasiado cerca de mí misma para darme cuenta. Pero me pone contenta la posibilidad de haber contribuido en algo al pensamiento colectivo.
Es un lugar común decir que la vida de un pionero no es fácil. ¿Qué obstáculos enfrentó en su carrera?
Sería injusto que hable acá de obstáculos, cuando en realidad siento que toda mi vida tuve el gran privilegio de poder trabajar feliz en mi obra, compartiendo ideas con artistas y amigos y teniendo muchos estímulos y felices experiencias.
Vive en Nueva York desde 1964. ¿Cómo no perdió contacto con Latinoamérica?
Desde el principio tuve el instinto de saber que era importante no perder mi vínculo con mi país y mi cultura. Cuando uno vive en Nueva York, finalmente te sientes identificado con Latinoamérica en general, como territorio personal. No te limitas al país donde naciste.
Usted vivía a pocas calles de las Torres Gemelas cuando sucedió el atentado del 11 de setiembre del 2001. ¿El atentado afectó, además de su vida personal, su reflexión artística?
La caída de las Torres Gemelas a pocas cuadras del lugar donde vivía hizo que decidiera mudar mi estudio y mi casa a Rhinebeck, un pueblo muy lindo a dos horas de Manhattan, con mucha naturaleza que siempre es buena para sanar el espíritu. Creo que fue un cambio muy enriquecedor, pues los días allí parecen durar más, hay algo más sano en el entorno y, además, confieso que también tengo un ‘pied-à-terre’ en el West Village en Manhattan. Yo diría que es la situación ideal.









