Hermann Goering: el asesino que burló el patíbulo
Hermann Goering: el asesino que burló el patíbulo

, detenido en la isla San Lorenzo, se rindió por una torta de chocolate y una canción de Frank Sinatra. Salvando las distancias, que en este caso suponen millones de cadáveres aunque dentro de una inclinación común por lo abominable, otras eran las debilidades mundanas de los jerarcas nazis detenidos a la espera de su juicio en Núremberg, octubre 1946. 

Además de equipaje digno de una Kardashian (225 kilos por cabeza) y un valet, los nazis estaban obsesionados con introducir a su celda un artefacto diminuto: la píldora del suicidio. Una cápsula de cianuro de potasio que evitaba la justicia, la delación y la vergüenza. Dilema que el líder de Sendero Luminoso se evitó refugiándose en la voz perfecta de Sinatra entonando My way. 

EL CARCELERO Y LA BASURA 

El hombre encargado de velar por la integridad de los detenidos nacionalsocialistas, eufemismo para impedir que se suiciden o los linchen, fue un robusto coronel de Washington, Burton Andrus. 

Este se disponía a gozar de unos días de licencia para celebrar el fin de la guerra en Londres cuando recibió órdenes directas del presidente Eisenhower: habilitar los ocho pisos del lujoso hotel Palace en Mondorf les Bains, Luxemburgo, para que fungiera de centro de reclusión de la crema y nata del nazismo. Veintiún detenidos –the Big 21– encabezados por el número dos del régimen, el exuberante mariscal Hermann Goering. Al hotel Palace se le puso como nombre en có- digo El Cubo de Basura. 

EL SUCESOR DE HITLER

El Palace recibió a infame huésped: Hermann Goering. Ministro del Aire, perseguidor de judíos y sucesor de Hitler, que luego cayera en desgracia quedando como una figura obscena que vivía saqueando arte, consumiendo morfina y dando banquetes mientras el régimen nazi se desplomaba, aunque nunca dejó de ser un personaje popular en Alemania. Negado por Hitler, quien revocó sus privilegios y ordenó su captura, Goering se entregó a los aliados. 

Andrus registró su llegada consignando su equipaje en dieciséis maletas grabadas con sus iniciales, una sombrerera roja y su ayuda de cámara. Sudaba copiosamente. Dentro de una de las maletas llevaba joyas. Dentro de la otra veinte mil pastillas de paracodina, opiáceo que ingería 40 veces al día. En una lata de Nescafé se le encontró escondida una cápsula de cianuro. Se halló otra cosida al doblez del uniforme. Manipulador eximio, extrovertido estratégico, se le documentó un coeficiente intelectual de 138: un superdotado por encima del 98% de la población. Con 53 años, pesaba 120 kilos, llevaba uñas de pies y manos pintadas de rojo y vestía el uniforme celeste cielo de comandante supremo de la Luftwaffe. 

Andrus tuvo que ceder a las presiones de la prensa, que reclamaban por un trato demasiado permisivo que suponían le daban a los nazis. Un grupo de sobrevivientes luxemburgueses del campo de concentración de Dachau recién liberado se apostó a puertas del Palace para pedir que se los entregaran. Andrus había reemplazado todo vidrio por plexiglás, para evitar intentos de cortes de venas. Las mesas no soportaban el peso de una persona encima sin romperse, a fin de evitar ahorcamientos. 

Se permitió el ingreso de un grupo de periodistas, lo que generó la furia de Goering, pues había rusos en el grupo. Esto es lo que pensaba de ellos, según le declaró al psicólogo Leon Goldensohn, quien interrogó diariamente a los 21 en Núremberg: 

- Le he preguntado qué opinión le merecen los rusos y por qué siempre que se refiere a ellos dice “malditos rusos” y siente tanta antipatía hacia el pueblo ruso. 

- Los rusos son gentes primitivas. El bolchevismo es algo que sofoca el individualismo, lo cual está en contra de mi naturaleza más íntima. […] Estoy convencido de que las atrocidades cometidas por los nazis, de las cuales a propósito yo no sabía nada, no han sido ni tan grandes ni tan crueles como las que han perpetrado los comunistas. […] La fantasía de que todos los hombres son iguales es ridícula. […] Por muy educado que esté, un ruso sigue siendo un bárbaro asiático. 

Cuando llegaron los rusos hicieron el tour de rigor y en ningún momento preguntaron por él. Montó en cólera. Habían osado ignorarlo. 

LA MUDANZA A NÚREMBERG 

“Ser nazi tiene sus compensaciones”, fue uno de los titulares posteriores a esta visita periodística. El malestar llegó hasta Eisenhower. Entonces llamó a Andrus: empaca a los Big 21. Se irían todos a Núremberg a una prisión a medio construir para juzgarlos lo antes posible. La única manera de llevarlos enteros sin que los mataran en el camino era por avión. 

- Llevamos a lo peor de la especie humana, advirtió Andrus a los pilotos y guardias al momento de embarcarlos, pero no es nuestro trabajo juzgarlos. 

Tras breve silencio uno de los pilotos acotó: 

- ¿Es decir no podemos tirarlos del avión sin paracaídas? 

Fueron instalados en Núremberg junto con otro recién llegado, Rudolf Hess, secretario político de Hitler y ministro multiuso nazi. Al encontrarse con Goering en la prisión le hizo el saludo nazi. Andrus, presente, le llamó la atención. Hacer ese saludo vulgar está prohibido, le espetó. 

Hess lo miró fijamente a los ojos: El saludo nazi jamás será vulgar. 

A poco de iniciarse el juicio se dieron los dos primeros suicidios. Leonardo Conti, macabro cultor y practicante de la eugenesia nazi, se autoaplicó su doctrina y se ahorcó con una toalla. Luego se mató Robert Ley, colgándose del tanque de agua del excusado utilizando la cremallera de su casaca. Goering dijo: Mejor que se haya muerto, me preocupaba su conducta durante el juicio. La revista “Time” responsabilizó a Andrus: Esto sucedió porque el ejército puso al frente de la prisión a un oficial pomposo, carente de imaginación y excesivamente amable que no servía para aquel trabajo. El coronel Burton C. Andrus lo hacía con gusto. 

EL FUHRER Y EL MARISCAL 

Durante su reclusión, Goering no ocultó su admiración por Hitler, inversamente proporcional a su aceptación de la responsabilidad en crímenes de guerra. A Hitler lo catalogaba de genio, pero discrepando de sus gustos artísticos y musicales. Este prefería el renacimiento y a Wagner. Goering gustaba del gótico y a Bach, odiaba el jazz y Picasso le daba náuseas. Lo que sí no le perdonaba a Hitler, a quien también consideraba inocente, era aquel innecesario melodrama de casarse a última hora con Eva Braun. No consideraba su suicidio como un acto de cobardía. ¿Se imagina a ese hombre en una celda como esta? Yo estoy aquí para hablar en su nombre. Reverencias al margen, dejó en claro que mientras Hitler era endiosado, él para la gente solo era Hermann. El nazi del pueblo. Y al ser interrogado por Goldensohn tuvo un curioso comentario sobre Sudamérica: 

- ¿Tenía Hitler algún objetivo en Sudamérica? 

- ¿Y qué iba a querer en Sudamérica? En África, lo único que le interesaban eran las antiguas colonias alemanas. […] Lo más extraño de todo es que no me siento como un criminal y que si yo me hubiera encontrado en Estados Unidos, en Sudamérica, sería probablemente una figura eminente. 

Goering estaba decidido a hacer del juicio de Núremberg una broma. No reconocía el derecho de los representantes legales de cuatro naciones a que lo juzgaran. La acusación que más le preocupaba era la de haber saqueado museos y colecciones privadas europeas de arte. Me gusta rodearme de belleza, era su explicación. Si yo no reunía ese arte, aquel iba a caer en manos de los malditos rusos. Durante las audiencias, si es que no intervenía histriónicamente, cerraba lo ojos tras anteojos oscuros y se imaginaba que estaba en una de las soberbias fiestas que solía dar para el régimen. El sueño acabó con una pesadilla real, la sentencia. En privado ante el psicólogo, Goering parecía desearla: 

- ¡Maldito tribunal! ¡Qué estupidez! ¿Por qué no dejan que yo asuma todas las culpas y dejan marchar al resto de infelices? 

LA HORA H

Once de los veintiún nazis fueron condenados a la muerte por estrangulamiento en la horca. Goering pidió ser fusilado. Se le negó el derecho. La fecha y hora del ajusticiamiento se mantuvo en secreto. La noche del 14 de octubre los guardias jugaban su habitual partido de básquet en el gimnasio de Núremberg al lado de dos patíbulos armados a escondidas. El sargento mayor John C. Woods, de San Antonio, Texas, con 300 ajusticiamientos sobre las espaldas, fue el designado para encargarse de los nazis. Lo haré con especial satisfacción fue su respuesta a la tarea. 

La madrugada del 15, Goering se acercó al retrete, sacó la tercera cápsula de cianuro que había tenido consigo desde hacía dieciocho meses transportándola en su bota, ombligo y ano, y se la metió en la boca. Se acostó con las manos sobre la frazada, según reglamento, y esperó a que el guardia lo mirara por la ventanilla de su celda. Al hacer contacto visual con este la mordió con fuerza. Se suicidó a dos horas de ser ahorcado. Andrus tragó saliva. Luego le tocó acompañar hasta el pie del patíbulo al resto. En cada ocasión se quitaba el casco mientras el condenado subía al cadalso. Todos esposados, para evitar otro suicidio. 

Burton C. Andrus se retiró del ejército norteamericano en 1952. Nunca fue ascendido. Esperó veinte años para escribir sobre su experiencia como carcelero de Núremberg. Ya retirado se convirtió en profesor de geografía. Fue miembro entusiasta de los Boy Scouts hasta su muerte en 1977. 

El cuerpo de Goering, junto con el de los otros veinte nazis ejecutados, fue llevado de madrugada hasta el campo de concentración de Dachau. Los mismos hornos usados por ellos contra sus víctimas se encargaron de reducirlos a cenizas. Estas fueron esparcidas en lugares nunca divulgados. Es una manera de evitarse mausoleos.

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