El pánico empuja hacia China para pertrecharse contra el coronavirus. Ahí convergen las condiciones idóneas: la única industria con el músculo suficiente para satisfacer la demanda global y un gobierno que quiere presentarse como el flotador en la tormenta. Pero la “diplomacia de las mascarillas” está siendo dinamitada por los escándalos.
España devolvió 650.000 tests rápidos con una fiabilidad del 30%, el gobierno eslovaco sugirió que las aguas del Danubio eran el mejor destino del material recibido y Holanda lamentó la deficiente calidad de las mascarillas. Episodios similares se han repetido en Turquía, Malasia y Filipinas.
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El salvaje oeste, la jungla, un nido de piratas. Beijing se hartó el viernes pasado de soportar las chanzas. La nueva ley solo permite exportar a las compañías que, además de los ineficaces certificados internacionales, cuenten también con el sello para el mercado chino. No hay mayor garantía hoy que esa después de que Beijing adoptara la pasada década los requisitos más estrictos del mundo para finiquitar la anarquía y las corruptelas que habían asolado su industria.
La nueva ley reducirá los fraudes pero también amenaza con cerrar el caño. De las 102 compañías exportadoras con sello europeo, apenas 21 cuentan también con el nacional. Ese 80% de empresas ahora prohibidas cuenta con el inevitable puñado de malhechores pero también con serios empresarios que ven ahora detenido en sus almacenes el material que el mundo ansía.
El temor ya se ha confirmado. Washington pedía a Beijing que levante sus restricciones a la exportación de material de protección (trajes, mascarillas y guantes) porque los cargamentos se han reducido. “Apreciamos los esfuerzos para garantizar los controles de calidad, pero no queremos que sean un obstáculo para la puntual llegada de suministros”, decía una nota oficial. Mike Pompeo, secretario de Estado, había recordado a su homólogo chino, Yang Jiechi, la “alta importancia” de esas exportaciones para su país.
China apenas registra contagios locales en las últimas semanas y su victoria sobre el coronavirus se da por inminente. En el camino, sin embargo, contó con la sorprendente derrota de la mayor maquinaria productiva de la historia. China fabricaba antes de la epidemia la mitad de las mascarillas del mundo pero durante semanas fue incapaz de cubrir las necesidades nacionales. Beijing declaró entonces la guerra popular, expidió licencias de urgencia y la producción pasó de 10 millones de unidades diarias a los 115 millones. Más de 15.500 empresas de todos los tamaños se enrolaron. Y cuando el país domó al virus, esa industria engrasada se volcó en el mundo.
Todos contra todos
Pero contra el suministro ordenado confabulan las prisas y una industria atomizada. La dramática escasez de material médico ha estimulado un abastecimiento grosero. Funcionarios estadounidenses arrebataron a Francia un cargamento de mascarillas chinas que estaba siendo ya cargado en el aeropuerto pagando el triple del precio, Berlín acusó a Washington de “piratería moderna” tras robarle en Tailandia el material destinado a su cuerpo policial y Turquía retuvo decenas de respiradores que había comprado España.
En ese contexto se acercan hasta China una multitud de gobiernos, empresas y hospitales, unidos por la ansiedad y el desconocimiento de un mercado que siempre ha exigido cocciones lentas y conexiones sólidas. Solo era una cuestión de tiempo que aquel orden que impuso China años atrás saltara por los aires.
Las mascarillas han quintuplicado su precio y los beneficios explican el aluvión de nuevos agentes. “Empresas que fabricaban moldes o estropajos compraron máquinas nuevas y se pusieron con las mascarillas. Es un caos en el que solo puedes orientarte informándote a fondo”, desvela Bernat Bofill desde su consultoría en Shanghái.
China monopoliza la producción de mascarillas porque el mundo desdeñó durante décadas su rentabilidad mínima. Pero el coronavirus revolvió el sector, disparó las órdenes de compra y el precio de las materias primas. La escasez de componentes explica que se paguen entre 4 y 5 dólares al fabricante por una mascarilla compleja que carece de certificados. “En tiempos de guerra no puedes pretender comer pan fresco todos los días y menos a un precio barato porque de lo contrario te quedarás sin nada”, explica Pierre Yves, empresario con 12 años de experiencia en Shanghái y exportador estos días de mascarillas a Bélgica.
Los ventiladores ya alcanzan los 17.000 dólares, afirma por teléfono Xiao Dong, un intermediario en Beijing. Acaba de enviar 200 aparatos al Reino Unido y no puede atender los encargos de Kuwait, Estados Unidos e Italia. Los ventiladores, apostilla, no son mascarillas: “Antes de la crisis nadie los tenía en el almacén. Es un producto caro, que requiere una gran inversión para cambiar la línea de producción y que se fabrica sólo con pedidos previos. No basta con contratar a trabajadores”, señala.
La mala reputación actual del material médico chino es injusta, coinciden Xiao Dong y Yves. El primero calcula que solo el 1% es defectuoso. Un examen sosegado, de hecho, sugiere que los escándalos suponen una porción ínfima de los 3.860 millones de mascarillas, 37 millones de trajes protectores, más de dos millones de termómetros infrarrojos, 16.000 ventiladores y casi tres millones de tests analíticos que exportó China en un mes.
El empresario belga, por su parte, reivindica a los fabricantes de mascarillas. “La mayoría trabaja con altos estándares de calidad para fabricar este producto insignificante y desechable del que nadie quería saber nada semanas atrás”, añade.
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¿Qué es el coronavirus?
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), los coronavirus son una amplia familia de virus que pueden causar diferentes afecciones, desde el resfriado común hasta enfermedades más graves, como el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) y el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS-CoV).
El coronavirus descubierto recientemente causa la enfermedad infecciosa por coronavirus COVID-19. Ambos fueron detectados luego del brote que se dio en Wuhan (China) en diciembre de 2019.
El cansancio, la fiebre y la tos seca son los síntomas más comunes de la COVID-19; sin embargo, algunos pacientes pueden presentar congestión nasal, dolores, rinorrea, dolor de garganta o diarrea.
Aunque la mayoría de los pacientes (alrededor del 80%) se recupera de la enfermedad sin necesidad de realizar ningún tratamiento especial, alrededor de una de cada seis personas que contraen la COVID-19 desarrolla una afección grave y presenta dificultad para respirar.
Para protegerse y evitar la propagación de la enfermedad, la OMS recomienda lavarse las manos con agua y jabón o utilizando un desinfectante a base de alcohol que mata los virus que pueden haber en las manos. Además, se debe mantener una distancia mínima de un metro frente a cualquier persona que estornude o tose, pues si se está demasiado cerca, se puede respirar las gotículas que albergan el virus de la COVID-19.
¿Cuánto tiempo sobrevive el coronavirus en una superficie?
Aún no se sabe con exactitud cuánto tiempo sobrevive este nuevo virus en una superficie, pero parece comportarse como otros coronavirus.
Estudios indican que pueden subsistir desde unas pocas horas hasta varios días. El tiempo puede variar en función de las condiciones (tipo de superficie, la temperatura o la humedad del ambiente).
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