No fue una época exenta de tensiones, pero como la percepción era que casi todo el mundo se beneficiaba de ella, la globalización –con China como epicentro– fue un éxito durante dos décadas. De esa ganancia gozó buena parte del continente latinoamericano; gracias, en parte, a la irrupción del gigante asiático, con su voraz demanda por recursos naturales y su inagotable capital financiero. Sin embargo, la imposición de aranceles por parte de Estados Unidos a China en el 2018, la desconfianza desatada por la pandemia del COVID-19, el impacto de esta sobre las cadenas de suministro globales y la invasión rusa de Ucrania terminaron por transformar el mundo tal y como lo conocíamos.
Es justamente por esta coyuntura económica y geopolítica que la cumbre entre la Unión Europea (UE) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que se celebrará el 17 y 18 de julio en Bruselas, cobra relevancia. Es cierto que las diferencias y la complejidad de la relación entre ambos bloques han sido evidentes. Así fue durante los últimos ocho años, en los que se suspendieron las cumbres por discrepancias en torno de Venezuela. Y así ha sido con el acuerdo comercial UE-Mercosur. Pactado en el 2019, tras 20 años de negociaciones, ha vuelto a encallar por la resistencia latinoamericana a aceptar nuevas exigencias medioambientales y por la pulsión proteccionista de varios países europeos.
De igual modo, la negativa del bloque latinoamericano a aceptar la retórica de condena europea sobre el conflicto en Ucrania en la declaración final de la cumbre y, sobre todo, su veto a que el presidente ucraniano Volodímir Zelenski fuese invitado, demuestra que las diferencias políticas son notables. No solo con Venezuela, Cuba y Nicaragua, ya descontadas. Sino también con México, Argentina, Colombia, Bolivia o Brasil, que mantienen una calculada ambigüedad o apoyan tácitamente a Vladimir Putin al responsabilizar a Occidente por la guerra, con el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva a la cabeza. Turbulencias que, además, conectan con recriminaciones históricas de moralismo, arrogancia y desatención contra los europeos.
Ahora bien, más allá de las desavenencias que deben gestionarse, el complejo escenario económico y geopolítico que se divisa aconseja que los dos bloques apuesten –durante y después de la reunión de Bruselas– por un entendimiento que se intuye esencial para ambos. Los efectos nocivos de la dependencia europea del gas ruso han permitido que Bruselas abra por fin los ojos. Y, por lo tanto, ve ahora imperativo diversificar su abastecimiento de energía y de recursos estratégicos como el litio, además de contar con socios fiables para reducir su dependencia de las cadenas de suministro chinas. América Latina puede ser ese socio y debe aprovechar la oportunidad de profundizar en la relación.
La crisis de desarrollo que azota la región, consecuencia de un crecimiento por debajo del 1% en promedio durante la última década, debería ser suficiente incentivo para ello. Además, tener una alianza estratégica con la UE, que sigue siendo –por cierto– el primer inversor en la región y el tercer destino de las exportaciones latinoamericanas, le permitiría a América Latina afianzar una saludable alternativa a China. Ciertamente, ambas opciones no son mutuamente excluyentes. Pero serviría para protegerse de los riesgos inherentes de echarse en brazos del país asiático. Riesgos que son reales: desde una coyuntura económica cada vez más sombría en China hasta las dependencias que se generan.
Digámoslo claro: la UE y otros países tienen muy difícil competir con el capitalismo de Estado chino. No es solo una cuestión de magnitud. También es que sus empresas estatales reciben subsidios encubiertos, financiación barata e infinita y un trato favorable en su mercado. Por lo tanto, ya que dichas empresas tienen encomendada la misión estratégica de garantizar el suministro futuro de recursos naturales porque la economía china es muy dependiente de ellos, sus inversiones no siempre obedecen a criterios empresariales de beneficio. Cuatro de cada cinco dólares chinos en América Latina están destinados a proyectos extractivos e infraestructuras.
En este contexto, la UE no solo es valiosa para el continente latinoamericano por sus inversiones o importaciones de materias primas. También porque las infraestructuras y alianzas económicas que prevé su iniciativa Global Gateway, aunque aún incipiente y acaso más modesta que la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China, ofrece un modelo alternativo de desarrollo. La promoción de infraestructuras unidas a sostenibilidad medioambiental e independencia económica, así como la revolución detrás de la transición digital, energética y ecológica, tienen entre sus objetivos “contribuir al desarrollo de los países socios de la UE”, según la Comisión Europea.
Resulta paradójico que en ciertos ámbitos latinoamericanos incomoden las exigencias medioambientales y los altos estándares europeos, pero no los términos de la relación que propone Pekín con sus bajos estándares, malas prácticas, falta de transparencia y ausencia de escrutinio. Con dos décadas de visión de campo, es ya incuestionable que la relación con China ha consolidado un patrón primario-exportador en América Latina. La región exporta recursos naturales e importa manufacturas acabadas, sin rastro de industrialización ni transferencia tecnológica.
La responsabilidad recae en los gobiernos que ven su relación con China como una transacción a corto plazo. Las exportaciones dan ingresos fiscales rápidos que permiten financiar el Estado. No hay incentivo para promover proyectos a largo plazo que generen riqueza y desarrollo porque el rédito político se lo llevarán otros. Urge, por lo tanto, un cambio de mentalidad. Y la cumbre UE-Celac es un buen punto de partida.