Que el mercado de Wuhan era una mugre donde se sacrificaban todo tipo de alimañas, que el pangolín que ofrecía elevar la potencia sexual había sido la especie portadora, que una sopa de murciélago a la que le faltó hervir había ocasionado el desastre. Se dijo de todo. Y es que, frente al silencio de las autoridades chinas, la gente desató su paranoica creatividad y no solo especuló sobre sus orígenes, sino que quiso ver en la pandemia el fin del capitalismo, los síntomas de un desastre ecológico y hasta el Apocalipsis que se anunciaba con una de sus prometidas plagas.
Lamento aguarles la fiesta a los que se sienten originales, pero la humanidad no estrenó pandemia ni supersticiones. Una de las primeras sucedió en el año 1200 a.C., en Babilonia y Mesopotamia, que se extendió por Asia y fue similar a la gripe –como relata Arthur Mouritz en su libro “The Flu: A Brief History of Influenza” (1921)–, pero la más extrema de todas fue la Peste Negra, que infectó de horror y muerte a todo Europa. Y esa vez, tampoco los animales estuvieron ausentes.
En el año 1233, la bula “Vox in Rama” del papa Gregorio IX, donde dictaminaba que los gatos eran instrumentos de Satanás, desató en Europa una masacre de gatos y, un siglo después, cuando las ratas aparecieron con las pulgas infectadas, ya no quedaban suficientes felinos para cazarlas. El resultado fue la muerte de entre 75 y 200 millones de personas entre los años 1347 y 1351. En el peor de los casos, pereció aproximadamente el 60% de la población europea de aquel entonces.
¿En serio decía eso el documento papal? Resulta que los gatos fueron objeto de adoración pagana, por lo que la mención del gato en el tercer párrafo de la bula estaba referida a un ritual realizado por una secta satánica, acorde con el informe del inquisidor Konrad von Marburg cuyo objetivo había sido poner al tanto al Papa de las actividades heréticas en Alemania. Una simple advertencia sobre los cultos paganos, no la invitación al ‘gaticidio’ masivo, pero una vez más, la gente entendió lo que quiso.
Para la mirada católica medieval, los gatos se convirtieron en portadores del demonio. Pero tampoco eran originales. No era la primera vez que el catolicismo denostaba de un animal como luciferino. Antes lo había hecho con las cabras y la serpiente. La bula no ordenaba la matanza de gatos, pero se extendió esa infundada creencia en una época en la que la herejía era castigada con la hoguera. El papa Gregorio IX puede no ser responsable de la Muerte Negra que azotaría Europa un siglo después, pero avivó el prejuicio.
Queremos creer que el mundo ha cambiado, pero los gatos negros siguen siendo sinónimo de mala suerte y las culturas contemporáneas aún conservan sus nigromancias particulares. La luz de la razón que prometía guiar a la humanidad al bienestar, que inspiró el movimiento de la Ilustración posterior a la Edad Media, está en crisis. Seguimos contaminados por creencias paranormales, rezamos para sanarnos, llevamos amuletos que nos ‘protegen’ y colgamos ajos para ‘ahuyentar’ a los espíritus malignos. Respecto a los animales, si son salvajes pueden traer el mal, pero si son caseros, los convertimos en mascotas psíquicas que predicen terremotos o pronostican resultados de partidos de fútbol (¿recuerdan al pulpo Paul?).
¿Qué podemos hacer para combatir estas creencias? Entrenar el pensamiento crítico, la razón y la ciencia, porque tanto en la pandemia actual como en las de antaño las supersticiones suelen empeorar cualquier situación.