“La voz del pueblo es la voz de Dios”, dicen algunos, y aunque la frase puede ser interpretada de múltiples maneras, los promotores del cambio de la Constitución parecen entender a ese “Dios” de una forma bastante bíblica en la que son solo ellos, los profetas elegidos, los únicos capaces de escuchar lo que nadie más le oye decir. En este caso, aseguran con vehemencia que dios-pueblo los viene empujando para que insistan con deshacer la actual Carta Magna y reemplazarla por otra.
Así como se anuncia la llegada inevitable de un salvador divino, se acusa la llegada (“¡al fin!”) del “momento constituyente”, aquel en el que el clamor del “pueblo” se materializará en una nueva ley de leyes. Medicina infalible contra todos nuestros problemas. Milagrosa, podríamos decir.
Pero el fanatismo tiene a la distorsión de la realidad como uno de sus síntomas principales. Y la verdad es que, por más que algunos se aferren a lo contrario, el “momento constituyente” no existe. Y la ciudadanía ya lo ha hecho evidente por vías más confiables que las adivinaciones y los deseos de individuos como el congresista Guillermo Bermejo.
A días de que Pedro Castillo asumiese la presidencia, una encuesta de El Comercio-Ipsos daba a conocer que solo el 32% del país creía que la Constitución debía ser cambiada totalmente. En ese mismo estudio, apenas el 11% consideraba que perseguir esta reforma debía ser prioridad para el Gobierno. En octubre del 2021, solo el 10% creía que debía priorizarse.
El desenlace de los comicios del año pasado también debió dar una idea clara sobre cómo se siente la ciudadanía con respecto a esta materia. Para empezar, el Congreso elegido quedó compuesto por una mayoría de parlamentarios que no cree en el cambio de nuestra norma fundamental. Y cambiar la Constitución, si se respeta lo que dice, demanda la aprobación de este poder del Estado.
Asimismo, Castillo, que hizo de la reforma una de sus banderas de campaña, ganó las elecciones raspando y amasando el porcentaje de representación más bajo de los últimos 30 años, con el 34,95% de los electores hábiles eligiéndolo. No entró al poder en andas, sus propuestas generaban más escepticismo que esperanza y muchos lo votaron para que no ganase su rival.
Lo que nos lleva a considerar, en general, cuánta “autoridad” tienen los autoproclamados intérpretes de la voz del “pueblo”. El presidente carga niveles críticos de desaprobación (un 60%, según la última encuesta de El Comercio-Ipsos). Si algo le está expresando “el pueblo” es hastío prematuro y reproche. Por otro lado, personas como Marco Arana y Verónika Mendoza defienden la causa con múltiples fracasos electorales a cuestas, y la segunda, además, tiene el tanque de credibilidad en reserva luego de pasar meses sin cuestionar al Gobierno (su aliado) ni cuando la coherencia lo ha demandado.
A ellos se suman individuos como Bermejo, para quien la democracia es una colección de “pelotudeces” y hasta Vladimir Cerrón, sentenciado por corrupto. El equipo, en suma, no inspira confianza, menos un “momento constituyente”.
Pero la riña de los promotores de la nueva Constitución con la realidad no solo concierne a los verdaderos ánimos del país, también está en que la ven como la solución mágica a todo sin saber ni qué diría. De la misma manera, son impermeables a los beneficios que la actual Carta Magna ha traído, esos sí largamente comprobados por la evidencia macroeconómica.
La terquedad constituyente, en fin, permanece intacta en el Ejecutivo y sus aliados. El presidente incluso observó la norma que confirmaba que toda reforma constitucional, incluidas las que se concretan vía referéndum, debe pasar por el Legislativo. Una actitud irresponsable y torpe cuando más que un “momento constituyente” vivimos uno de crisis por la pandemia y la inestabilidad política generada desde el Gobierno. El sinsentido de la nueva Constitución solo añade leña al fuego.
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