Hay mucho de nuestra historia que no se refleja en nuestros libros escolares y que, consecuentemente, tampoco aprendemos. Por ejemplo, que los primeros esclavos negros llegan al Perú en 1521, no producto de la trata transatlántica sino como “piezas de ébano”. Esto es, acompañan a los primeros españoles que pisan el Perú haciendo parte de sus propiedades personales como, lo que llamaríamos hoy, bienes muebles. Hacia el final de 1700, la corona española autoriza la importación transatlántica de mano esclava y el comercio negro entre sus propias colonias americanas, con lo que llegamos a 1821 con una ciudad de Lima significativamente negra, sostenida en una economía latifundista encargada a manos negras.
Tampoco solemos discutir que cuando se declara la independencia, en 1821, no todas las personas nos volvimos libres. San Martín decretó la independencia del Perú aquel 28 de julio, sin embargo, respecto de las personas negras esclavizadas, únicamente declaró la libertad de vientres. Así, nadie nacería esclavo en la nueva república. Una medida que, no obstante, dejaría en condición de esclavitud a un sector enorme de la población negra de la época. Tiempo después, retrocede en esta medida, declarando el patronazgo del amo de la madre sobre estos “nacidos libres” por 20 años si son mujeres y 24 años si son varones; plazo que un decreto futuro alargó hasta cerca de los 50 años. Esto decir, nacerían libres, formalmente, pero debían seguir viviendo en la misma condición y bajo la tutela del patrón hasta su adultez.
En este escenario, la empresa de la construcción de una república independiente, sostenida por manos esclavas, fue una de marchas y contramarchas que acaba en 1854 cuando Ramón Castilla abole la esclavitud. La manumisión costó al Estado Peruano 300 pesos “por cabeza”. El Estado peruano efectivamente compró a quienes, hasta ese momento, y aún después, por efecto de su compra, eran considerados mercancía. ¿Qué correspondía entonces? Una decisión gubernamental importante hubiera sido el afirmar legal o políticamente la humanidad de estas personas para eliminar su estatus como objetos de intercambio, pero no se hizo. Entendible es, entonces, que la abolición de la esclavitud hiciera poco por el cambio de estatus social y político de los negros en el Perú de 1854; herencia que aun vemos hoy: niveles proporcionalmente bajos de representación política, altos índices de deserción escolar, subempleo y limitado acceso a servicios públicos básicos, además de una marcada ausencia en los medios de comunicación o en el imaginario colectivo como una población que contribuyó sustancialmente a la construcción de nuestra república. Por el contrario, su sobrerrepresentación en actividades deportivas y culturales, y la extensa diseminación de estereotipos negativos. En suma, un insuficiente reconocimiento de su ciudadanía.
En este contexto, el día de hoy, cuando hablamos de derechos de la población afroperuana no hablamos de derechos “exclusivos” o que estén fuera del ordenamiento legal o constitucional, sino de mecanismos legales que aseguren su plena inclusión social y máximo desarrollo, así como la promoción de su ciudadanía y su derecho a la igualdad y no discriminación.
¿Y por qué está leyendo sobre esto hoy? Porque las elecciones y nuestra institucionalidad son el tema del día. Sin embargo, en el contexto actual de mesurada inestabilidad e intranquilidad colectiva, estos temas siguen relegándose e ignorándose, a pesar de su urgente latencia. Porque si bien el racismo ha sido una pieza angular del periodo electoral, ningún candidato o candidata se ha atrevido a hablar de él o su naturaleza estructural. Porque es el Mes de la Cultura Afroperuana, y porque no deberíamos necesitar excusas para hablar de igualdad.