Es 8 de julio del 2024. Lunes. Son las 7:12 a.m. La aplicación de mi smartphone me notifica sobre la activación de la alarma antiaérea.
Los seis bombarderos estratégicos Tu-95, que han despegado de la base aérea de Olenya, ya están en el aire. Los misiles apuntan hacia nosotros. Conocemos el tiempo estimado de aproximación de esos misiles mortíferos disparados desde el mar Caspio ruso: unos 40 minutos. Es suficiente para meterse en la ducha, hacer té y encontrar un refugio antiaéreo seguro. Besar a tus seres queridos, llegar al trabajo, preguntar a tus colegas cómo les ha ido el fin de semana.
Apenas son las 9:30 a.m. y ya hay un lanzamiento de misiles confirmado. Unos minutos después, los rusos lanzan misiles balísticos desde la Crimea ocupada.
Oímos las explosiones. Tiembla el edificio en el que estoy. Cruje la puerta cerrada de la oficina. Se oyen sollozos. El edificio se estremece en sus cimientos. Una explosión. Y luego otra. Miro por la ventana. Hay una enorme nube negra sobre mi ciudad. Las primeras noticias indican que los rusos han atacado un hospital infantil. Un grito estalla en mi garganta seca.
Rusia disparó un misil contra el mayor hospital infantil de Ucrania, llamado Ojmatdyt. Allí, los médicos realizan unas 10.000 operaciones y tratan a 20.000 niños al año. ¿Cuántos niños están allí ahora mismo? ¿Estarán asfixiándose por el polvo? ¿Estarán sangrando por las heridas de fragmentos de cristal? ¿Cuántas operaciones se estarán realizando en este momento? Un misil ruso destruye el edificio donde los niños estaban siendo sometidos a una purificación de sangre por insuficiencia renal. Kiev se desgarra con el sonido de las ambulancias. Hay un sentimiento de profundo estremecimiento. Un sentimiento de rabia intensa.
Suena otra alarma antiaérea. Los rusos son tristemente famosos por sus “dobles ataques” con misiles: cuando los trabajadores del servicio de emergencias, los médicos y los voluntarios llegan al lugar del primer impacto, los ocupantes los atacan con un segundo misil. Se produce una explosión. Una clínica ginecológica en la orilla izquierda de Kiev. Mueren siete personas.
Los rusos están librando una guerra genocida contra Ucrania. Todo debe ser destruido. Salvo nuestros alimentos, que serán robados y llevados a Rusia. La invasión en la que ellos creen es la que debería destruir a varias generaciones de ucranianos y, además, borrar por completo cualquier posibilidad de nuestra existencia y de nuestro futuro.
Nada más comenzar la invasión, el 9 de marzo del 2022, los militares rusos lanzaron ataques aéreos contra un hospital y contra el centro de maternidad de Mariúpol. Más de 30 personas resultaron heridas. Murieron al menos seis personas. Dos semanas después, los rusos lanzaron dos potentes bombas sobre el Teatro Dramático de Mariúpol, donde se refugiaban cientos de civiles. Según la investigación de Associated Press, la estimación de víctimas mortales de este ataque ronda las 600 personas.
Un año después, el 17 de marzo del 2023, la Corte Penal Internacional emitió una orden de detención contra el presidente ruso, Vladimir Putin, y la comisaria presidencial para los derechos de la infancia, María Lvova-Belova. Según la acusación, los socios internacionales han verificado al menos 6.000 casos de secuestros y deportaciones de niños ucranianos, con el objetivo de borrar su identidad para convertirlos en rusos.
Se me ocurre una expresión extraña: “Estoy destrozado”. No tengo palabras. No puedo hacer nada. No puedo concentrarme. No puedo actuar ni tomar decisiones. Pero eso es justamente lo que busca el genocidio. Es un crimen cuya magnitud es imposible de imaginar y que te deja literalmente sin poder hablar.
Esta misma mañana, un misil ruso ha derrumbado un bloque entero de apartamentos de un edificio residencial en Kiev. Han vuelto a atacar las instalaciones energéticas, destruyendo nuestra infraestructura; 38 misiles rusos han alcanzado Kiev, Dnipró, Kryvyi Rih, Kramatorsk, Sloviansk y Pokrovsk.
Mientras escribo esto hay 38 muertos (entre ellos cuatro niños) y 190 heridos. Mientras escribo esto han matado a 555 niños desde el comienzo de la invasión rusa. El mal no se detendrá por sí solo. Solo entiende el lenguaje de la fuerza.