Jaime Bayly

Esta semana ha sido catastrófica en el canal de televisión donde trabajo porque los jefes nos comunicaron que nadie trabajará ni cobrará en el mes de diciembre y por consiguiente la televisora pasará repeticiones en todos los horarios. La noticia ha caído como agua helada en la espalda porque, sin cobrar en diciembre, un mes donde las familias gastan más por las fiestas de fin de año, muchos empleados pasarán apuros financieros y a duras penas podrán llegar a fin de mes. Pero lo más grave es que, como el canal opera a pérdida, y cerrará un mes entero, y repetirá su programación con la consiguiente caída de audiencia a toda hora, muchos tememos que el cierre de la televisora no sea temporal, sino definitivo.

La culpa de esa catástrofe no la tienen los jefes ni los empleados ni los dudosos talentos que aparecemos en cámaras. Todos hacemos nuestro mejor esfuerzo para que el canal sobreviva. El problema es que el público, que hace veinte años, cuando el canal se fundó con una inversión millonaria, nos acompañaba con entusiasmo, se ha marchado a otra parte. ¿Ha migrado a ver otros canales? ¿Ha desertado de nuestra estación porque prefiere ver otras televisoras de señal abierta? No. El público ha dejado de ver televisión abierta en general. La gente menor de cincuenta años ya casi no ve televisión. Están todos viendo las plataformas de entretenimiento, con sus series y películas, así como las redes sociales, que ofrecen puro entretenimiento en breves cápsulas narcóticas, adictivas. El público no ha dejado entonces de evadir la realidad para consumir distintas formas de entretenimiento. Los que antes nos veían en la televisión ahora prefieren ver Netflix y Amazon, Disney y Hulu, YouTube y TikTok, Instagram y Facebook. El mundo ha cambiado, la tecnología se ha reinventado, el público se ha mudado a esas fuentes de entretenimiento que, por lo visto, sirven mejor su curiosidad y sus expectativas. En nuestro canal de televisión no podemos competir con aquellas plataformas. Es una pelea entre un tigre y un mono (y el mono tiene las manos atadas). Estamos perdidos. La gente ya ni siquiera enciende el televisor para ver las noticias o los deportes. Todo se ve en el teléfono móvil, en la tableta, en la computadora. Es allí donde han migrado el público, los auspiciadores y el dinero grande. Por eso el canal en que trabajo sobrevive a duras penas. No podemos ganarle a TikTok. El tigre está dándole zarpazos al mono. Yo soy el mono malherido, a punto de morir.

Me pregunto entonces si en enero volveré al programa de todas las noches, o si los jefes me dirán que el canal seguirá cerrado y mejor no vuelva más. Estoy resignado al peor de los escenarios. No es justo que los dueños pierdan, mientras los empleados ganamos. Es verdad que ganamos cada vez menos. Yo gano ahora la tercera parte de lo que ganaba hace casi veinte años, cuando el canal se inauguró y me dieron un programa en horario estelar. Es solo cuestión de tiempo para que el canal cierre, o me despida, o yo renuncie. Estos días de noviembre, a sabiendas de que no trabajaré en diciembre, me he preguntado a menudo si debería renunciar antes de fin de año, en un acto de mínima dignidad. Mi esposa me aconseja que no renuncie. Sigue hasta el final, me dice. Yo le digo que ciertas noches, manejando mi camioneta negra, atrapado en el tráfico infernal de las autopistas, atascado en el odioso caos vehicular, pienso que debería renunciar ya mismo, porque perder una hora y media para llegar de mi casa al canal es un sufrimiento muy grande, una tortura, y hablar luego una hora en directo, sabiendo que muy poca gente está viéndome, es una agonía triste y acaso humillante, el ocaso del charlatán sin público. Es un intercambio muy desigual, le digo a mi esposa. El costo supera al beneficio, le digo, quejumbroso, yo siempre quejándome, porque el beneficio económico que obtengo no compensa el costo de la infelicidad que debo tributar. Pero ella me dice aguanta un poco más, te hace bien ir a la televisión, la rutina del trabajo te conviene, y, además, si renuncias por pura flojera, ¿quién les va a dar de comer a los gatos del canal?

Lo que me lleva a la cuestión que más me preocupa ahora mismo: si no iré durante seis semanas consecutivas al canal (la última de noviembre por Acción de Gracias, las cuatro de diciembre y la primera de enero), ¿quién les dará de comer a los gatos del canal, a mis gatos del canal? Son cinco gatos, todos por supuesto más inteligentes que yo, y me esperan puntualmente hacia las siete de la noche y luego a medianoche cuando me retiro de la televisora. Me preocupan tanto esos gatos, mis gatos, que le he pedido a una empleada del canal, quien vive cerca de la estación, que vaya todas las tardes a darles de comer, a cambio de un dinero que le pagaré.

De momento, entonces, no renunciaré. Está probado históricamente que soy un cobarde, un pusilánime, y esta última catástrofe lo confirma, por si hacía falta. No me atrevo a renunciar. Prefiero esperar, con la mansedumbre del empleado cabizbajo, a que me despidan, a que cierren el canal, a que me recorten tanto el salario que no valga ya la pena hacer el esfuerzo de manejar mi camioneta una hora y media hasta la televisora, situada en los quintos infiernos, en un barrio desangelado de fábricas, camiones y gatos callejeros.

Antes pensaba que cuando se terminase ese programa en aquella televisora en la que pronto cumpliré veinte años fatigando el oficio del hablantín de cara a un público decreciente, no me retiraría del todo de la televisión abierta y me mudaría una temporada, digamos un año, a la ciudad en que nací, la ciudad del polvo y la niebla, para conducir un último programa de televisión, el de mi retiro honroso, en olor de multitud, allí donde todo comenzó hace más de cuarenta años, cuando era un jovencito tieso, envarado, de traje y corbata, que decía palabras rebuscadas que pocos conocían. Ahora no lo veo así. Si el canal cierra del todo el próximo año, o si no cierra pero me cierra la boca y me despide sin miramientos, o si yo me harto de perder el tiempo en las autopistas y renuncio por fin a la televisora, entonces no sucumbiré a la tentación cursilona de mudarme a la ciudad en que nací para retirarme con escándalo de la vida pública, o al menos de la vida televisada, y me quedaré tranquilo en esta casa, en esta isla, sin hacer grandes anuncios sensibleros, melodramáticos, jubilado ya del oficio decadente de figurón o figurante o figura menguante, y dedicado a dos oficios que espero seguir ejerciendo, cuando la televisión sea apenas un recuerdo que empalidece, se desvanece y se difumina: el oficio de escribir mentiras que parezcan verdades, es decir novelas, y el oficio de hablar mentiras que parezcan verdades, es decir videos hechos en casa para mi canal personal de YouTube, que pronto tendrá un millón de suscriptores y ahora puede escucharse también en Spotify.

Así las cosas, y como el canal en que trabajo me ha regalado todo el mes de diciembre sin trabajar ni cobrar, he resuelto que ese mes no viajaré a ninguna parte y me encerraré a escribir como un demente, sin atender el teléfono, sin atender a nadie, escuchando solo a las voces díscolas que hablan en mi cabeza, tratando de concluir una novela sobre unos cabrones de mala entraña, ficción que vengo maliciando hace años y pienso titular “Cabrones de mala entraña”. Haré mi mejor esfuerzo para acabarla el último día de diciembre y entonces seguramente pensaré que lo mejor que podía pasarme al terminar este año es que los jefes me dijeran no vengas al canal todo el mes de diciembre, mejor quédate en casa.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Jaime Bayly es Periodista y Escritor

Contenido Sugerido

Contenido GEC