El asesinato del profesor en Ate, a plena luz del día, durante un estado de emergencia y frente a sus alumnos, no es solo una tragedia más. Es una nueva prueba de que hemos tocado fondo, de que la ya no solo reina en las calles, sino que ha irrumpido en las aulas, esos espacios que, en teoría, deberían ser intocables.

Las escuelas se han convertido en campos minados de miedo, y lo más alarmante es que aquellos encargados de brindar soluciones parecen vivir en una burbuja donde la realidad no tiene cabida.

Las madres del colegio Julio C. Tello lo saben bien. Apenas ocurrió el crimen, relataron a la prensa lo que sus hijos soportan a diario: asaltos y robos a la entrada y salida de clases. No es una excepción. Los colegios de todo el país son terreno fértil para el crimen, al igual que las salidas de las universidades, los buses, los mercados y hasta los hogares. La violencia no distingue entre barrios ricos o empobrecidos. Hoy, en el Perú, negarse a pagar una extorsión puede costarte la vida.

La inseguridad ha dejado de ser noticia. Es el telón de fondo de nuestra vida cotidiana. En este país donde nadie está a salvo, lo que antes parecía excepcional se ha convertido en rutina. Por eso, escuchar al presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, decir que los resultados de las medidas contra la criminalidad son “buenos” suena casi a una broma de mal gusto, como si viviera en otro país. Y cuando añade que “no son los mejores ni los que esperábamos”, uno no puede evitar preguntarse: ¿qué esperaba este ?

El Ejecutivo sigue aferrado a su retórica vacía: “El Perú no se detiene”. Una frase que para quienes viven fuera de los despachos de las autoridades suena a sarcasmo. Los transportistas, hartos de pagar por su propia seguridad, paralizaron medio país. Las calles sin transporte público en amplias zonas de Lima y otras ciudades fueron la mejor demostración de que, irónicamente, el Perú sí se detiene cada vez que el miedo y la violencia se imponen.

¿La respuesta del Gobierno? Más de lo mismo. Decir que ampliará el estado de emergencia y sacar a los militares a patrullar las calles, como si ya no hubiéramos pasado por ese mismo callejón sin salida. ¿En serio creen que los asaltos se detienen con decretos o que la extorsión desaparecerá porque un soldado esté de pie en una esquina?

Lo que se necesita no es más teatro, sino una estrategia real, voluntad política y, sobre todo, un mínimo de comprensión sobre la complejidad del problema. Pero esa parece ser la gran incógnita que los que ostentan el poder aún no logran resolver.

¿Y el Congreso? Cómodo en su zona de confort, se niega a derogar la infame Ley 32108, esa que, lejos de debilitar al crimen organizado, lo refuerza. Claro, ¿cómo van a eliminar una ley que, en el fondo, les sirve para protegerse a sí mismos?

Los transportistas, sin tiempo para seguir esperando, ya han anunciado un nuevo paro nacional. Sus vidas dependen de decisiones que nunca llegan, mientras la política sigue siendo un juego de sombras donde el único perdedor es el ciudadano de a pie.

El asesinato del profesor en Ate es mucho más que un caso aislado. Es el síntoma evidente de un sistema en ruinas. El país está agotado de promesas vacías y soluciones improvisadas que solo profundizan esta espiral de violencia. Porque, sí, el Perú sigue adelante. Pero no gracias a sus autoridades, sino a pesar de ellas.





*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es Periodista

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