
¿Por qué algunos países prosperan y otros se estancan o retroceden? James A. Robinson, coautor de “¿Por qué fracasan los países?”, ha vuelto a abordar esta pregunta en su reciente trabajo “Path to the Periphery”. La respuesta, dice, no está en los recursos naturales, ni en una supuesta incapacidad cultural o empresarial. Por el contrario, incluso una clase empresarial innovadora puede verse atrapada o cooptada por un sistema institucional extractivo, como ocurre cuando prevalece el mercantilismo, el cortoplacismo o la captura del Estado.
La clave está en las instituciones: si son inclusivas, promueven la participación, la innovación y la prosperidad; si son extractivas, concentran poder y riqueza para beneficio de unos pocos, y bloquean el desarrollo colectivo.
Pero Robinson va más allá. ¿Por qué persisten las instituciones extractivas? Identifica dos razones: las relaciones de poder y el orden normativo. Lo primero es evidente en países como el Perú, donde mafias políticas, redes ilegales y sectores de las élites económicas han capturado espacios del Estado para proteger privilegios o promover intereses particulares. Lo vemos cuando se aprueban leyes a medida para universidades sin calidad, para empresas que buscan eludir fiscalización ambiental, o para concesionarios que operan con reglas impuestas por ellos mismos. Pero lo segundo –el orden normativo– es más sutil y peligroso: es el conjunto de creencias, costumbres y justificaciones que hacen que incluso quienes sufren un sistema injusto, lo defiendan o lo normalicen.
Cambiar las relaciones de poder es difícil. Cambiar el orden normativo puede parecer imposible. Sin embargo, ambos cambios son indispensables si queremos salir de la periferia del desarrollo.
Aquí es donde el papel de los líderes empresariales, intelectuales, periodistas y ciudadanos conscientes se vuelve decisivo. No basta con que el Perú tenga democracia formal o crecimiento económico. Si no reformamos nuestras instituciones y no desafiamos las ideas que las legitiman –la corrupción como “parte del sistema”, el “roba, pero hace obra”, la desconfianza crónica en lo público–, seguiremos atrapados en una trampa que no es solo económica, sino también moral y cultural. La trampa de pensar que lo único sensato es adaptarse.
El propio Robinson admite que, para comprender el mundo, ha tenido que desaprender muchos de sus supuestos. Nació en Gran Bretaña, pero ha pasado su vida investigando África y América Latina. Entendió que no basta con “exportar” instituciones desde países desarrollados: hay que comprender y transformar desde dentro. Esa mirada exige humildad intelectual, pero también compromiso político. Porque los cambios institucionales verdaderos no se decretan: se construyen, se discuten, se disputan.
Esa es también nuestra tarea: aprender a ver el Perú con ojos nuevos. Reconocer que muchas de nuestras crisis no son fallas momentáneas, sino síntomas de un modelo institucional agotado. Y que la salida no será técnica, sino ética y política. Requiere de ciudadanos que se atrevan a pensar distinto, a exigir más y a dejar de normalizar lo inaceptable.
El verdadero progreso no es solo económico: es institucional, es cultural y es cívico. Por eso, debemos ejercer una ciudadanía activa. Solo así dejaremos de resignarnos a la decadencia institucional y podremos romper el ciclo de captura, estancamiento y desigualdad.

:quality(75)/s3.amazonaws.com/arc-authors/elcomercio/4464df2d-e6fc-4214-83eb-4def51391537.png)








