La presidenta Dina Boluarte y sus ministros ya dieron nueve vueltas inútiles como gobierno buscando una salida al problema del crimen organizado.
Ya dieron, igualmente, nueve vueltas a la espera de que el ministro del Interior, Juan José Santiváñez, por sí y ante sí, pueda ver, como lo prometió, una luz al otro lado del túnel.
Antes de un mareo total y de la pérdida de todo sentido de dirección, la décima vuelta debiera llevar a la mandataria y a su Gabinete a comprometer una acción más amplia, concreta y efectiva: sacar el máximo provecho posible a la convocatoria del Consejo de Estado que, con todos los poderes reunidos allí, no tendría que cumplir meras formalidades, sino el hecho fáctico de producir acuerdos y rendir resultados.
Por lo mismo que la señora Boluarte es también jefa del Estado, no puede seguir restringiendo la lucha contra el crimen organizado a las exclusivas competencias de la Policía Nacional y el Ministerio del Interior. La transversalidad del problema amenaza con penetrar otros ámbitos sensibles de la sociedad, el comercio, la economía y la administración pública, más allá del foco de violencia por ahora concentrado en calles, residencias y empresas.
Visto el problema de la concesión, parálisis, vacíos y conflictos de prerrogativas y competencias legales y constitucionales, ya no solo nos encontramos, a cada paso, con poderes paralelos hacia dentro, como los de Vladimir Cerrón y los adicionales de un Ministerio Público sublevado frente al Congreso, y de una Junta Nacional de Justicia excesivamente encimada sobre cualquier instancia de control y supervisión.
Nos encontramos, así, con una monstruosidad política de poderes paralelos, hacia dentro y otros hacia fuera, de muchas cabezas hoy en incubación potencial.
México convive con los estados paralelos del narcotráfico y el crimen organizado. Colombia lo hace con los estados paralelos del narcotráfico y la guerrilla. El Perú, al parecer, más temprano que tarde pasará de la incubación al desarrollo rápido de los poderes paralelos del narcotráfico, la minería ilegal, el crimen organizado y los rezagos del terrorismo en el Vraem, con la capacidad de cortar, pinchar y violentar, con furor destructivo, la estructura del Estado.
En la medida en que el poder presidencial se autodisuelve como jefatura del Estado, los demás poderes –lejos de reconocer su papel de pares– compiten, a río revuelto, por quién puede más que quién. Así, pierde y se debilita el gobierno, pero –además– pierden y se debilitan todos los poderes constituidos. Finalmente, pierde y se debilita el Estado Peruano y terminan sobreponiéndose al Estado de derecho los poderes y estados paralelos.
Sin alternativas democráticas, constitucionales y racionales de recambio político a la vista, y sumidos en el odio y la polarización de 24 años, el Gobierno y la clase política parecen habitar otro país, otro mundo. Mientras tanto, un monstruo de 12 cabezas de poderes y estados paralelos se levanta en peso lo poco que queda del principio de autoridad y legalidad “en esta tierra del Sol”, como diría Carlos Meléndez.