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En la campaña electoral que se inicia hay candidatos que se saben de derecha, pero les da pudor decirlo. Cuando se les pide una definición, murmuran casi avergonzados que son de “centro-derecha”: una expresión en la que aquello de “centro” quiere funcionar como prefijo anestésico. Definirse de centro, además, es casi una contradicción en los términos. Reclamar para sí esa ubicación en el espectro político es una forma de enviar a los votantes dos mensajes esenciales. Por un lado, que los principios que se suscriben no se suscriben muy enfáticamente. Y, por otro, que se está dispuesto a negociarlos. Todo lo contrario, pues, a una definición.

Declararse monda y lirondamente de derecha, sin embargo, no acaba con las ambigüedades. ¿De qué derecha está hablando quien así se identifica? ¿De la conservadora o de la liberal? A ambas les repele la izquierda, pero por lo demás guardan grandes diferencias entre sí. La primera es intervencionista en lo económico y lo moral, mientras la segunda propone tratar a los ciudadanos como adultos y reconocer la primacía de los derechos individuales en todo terreno. En realidad, esta última, mal que les pese a los amigos que bailaban con vincha y pica-pica en la campaña del ’90, nunca ha tenido una expresión cabal en nuestro menú electoral. Los peruanos solo hemos conocido candidatos y gobiernos de una derecha intervencionista con distintas intensidades. Y eso vale tanto para Fujimori, como para el segundo Alan o PPK. ¿O alguien vio que bajo sus administraciones se privatizase Petro-Perú o se acabara con la rigidez de la legislación laboral? El votante promedio de derecha, no obstante, no siempre está dispuesto a internarse en esas disquisiciones conceptuales y lo que quiere es simplemente un candidato que, cada cinco años, lo libre de la amenaza colectivista. Una aspiración que en esta ocasión enfrenta ciertas dificultades.

–Zapatos de clavos–

Después de la corrupción golpista de Castillo, surgieron muchos candidatos que, con las artes del mimo, querían darles a entender a los electores que ellos eran la opción de derecha para el 2026. Pero, pasado el tiempo y cuando están a punto de colocarse en el partidor, encontramos que unos se despintaron, otros no cuajan y unos terceros son una auténtica amenaza para la vida civilizada. Veamos. Carlos Álvarez es una broma y César Acuña, un recitador de frases que se debaten entre el perogrullo y el sinsentido. De Hernando de Soto, ya no se acuerda ni él mismo. Roberto Chiabra todavía no halla el punto de contacto entre su entusiasmo por la reforma agraria velasquista y el credo social-cristiano de sus aliados pepecistas. Carlos Espá es un enigma y Rafael Belaunde, una decepción… ¿Quiénes quedan entonces? Pues Phillip Butters, que no despega, y los gemelos fantásticos: Keiko Fujimori y el hombre de la palabra de oro, Rafael López Aliaga. Dos opciones que invitan a salir corriendo con zapatos de clavos. Por un lado, efectivamente, tenemos a la líder de Fuerza Popular, que no da señas de haber aprendido de sus performances bufas de los comicios pasados y, a juzgar por el comportamiento de su bancada congresal, se prepara para ofrecernos generosas dosis de populismo deficitario en los próximos meses. Y por el otro, a un ser crispado que, antes que a Porky, recuerda al Demonio de Tazmania, y que, en la antesala de lo que promete ser una campaña descompensadita, ya la emprendió contra la “estafa masiva” de los créditos bancarios y los medios “mermeleros” que acogen críticas a sus conflictos con la verdad. No hay peor cuita, dicen, que la de encontrarse frente a un dilema sin solución y ese es justamente el trance que se avecina para los votantes diestros.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mario Ghibellini es Periodista

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