Hugo Coya

En el , la historia no se recuerda: se negocia. Los episodios más oscuros, los gestos más simbólicos y las decisiones más trascendentales terminan siempre atrapados en una maraña de intereses, olvidos convenientes y silencios impuestos.

No hay terreno más disputado que el pasado, no porque nos fascine la , sino porque enfrentarlo nos aterra. Ejemplos recientes son lo ocurrido con el Lugar de la Memoria (LUM) y la iniciativa para restituir la firma de Alberto Fujimori en la Constitución de 1993.

La destitución de Manuel Burga como director del LUM, realizada sin ofrecer explicaciones, refleja un preocupante desprecio por la excelencia y el mérito académico. Reemplazar a un historiador de su calibre, respaldado por una trayectoria destacada como exrector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, por un funcionario carente de credenciales equiparables no es un simple cambio administrativo. De hecho, Burga denunció que su salida responde a un plan deliberado para vaciar de significado al LUM, convirtiéndolo en un simple cascarón, incapaz de confrontar las verdades incómodas de este país.

El gesto, grave en sí mismo, no ocurre aislado. Casi al mismo tiempo, la Comisión Permanente del Congreso aprobó, en primera votación, la devolución de la rúbrica de Fujimori a la actual Constitución. En el 2001, esta había sido retirada como un acto de justicia simbólica tras declararse la incapacidad moral permanente del exmandatario y su vacancia, consecuencia directa de la renuncia que hizo desde Japón y los escándalos de corrupción que se destaparon poco tiempo antes del colapso de su administración.

Lo han llamado “verdad histórica”, pero lo que sin duda buscan es reforzar su legitimación política en el presente, utilizando su legado como una herramienta de cohesión y propaganda, a pesar de que los terribles acontecimientos de aquella época no pueden borrarse con un simple plumazo.

Las maniobras no sorprenden; en el Perú, la memoria ha sido también un botín. Desde los discursos oficiales que glorifican los logros del fujimorismo mientras ignoran las sombras de su régimen, hasta las declaraciones que intentan justificar los asesinatos ocurridos durante las protestas al inicio del gobierno de, lo importante no es la verdad, sino más bien quién controla la versión de los hechos. Aquí, la memoria no se concibe como un derecho ni un deber; apenas como una herramienta moldeable.

Resulta profundamente inquietante este nuevo esfuerzo por reescribir la historia. No se trata únicamente de rehabilitar un pasado que dejó cicatrices profundas; el verdadero problema radica en el mensaje que se transmite al hacerlo. Borrar la memoria no equivale únicamente a olvidar: significa negar y justificar. Implica comunicarle a toda una sociedad que las víctimas no importan, que los errores no se corrigen y que la verdad depende de quien la cuente.

En su momento, eliminar la firma de Fujimori de la Constitución marcó un antes y un después. Reinstaurarla ahora sería una declaración brutal: aquí no aprendemos, aquí no cambiamos. La amenaza que se cierne sobre el LUM cerraría ese círculo, transformando el pasado en una colección de relatos convenientes y despojándolo de su capacidad para inspirar transformación.

La memoria nunca debería ser incuestionable, aunque siempre sea necesaria. En un país como el Perú, donde las responsabilidades no se asumen, recordar también se convierte en un acto de desafío. Es rechazar la manipulación, la mentira y el olvido. Porque la memoria no pertenece a los gobiernos ni a los congresos, pertenece a quienes se atreven a sostenerla viva, aunque duela, aunque incomode, aunque nos intenten convencer de que no vale la pena recordar.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es Periodista

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