En el triste panorama del México de hoy hay lecciones para América Latina. Más allá de sus viejos y nuevos problemas, nuestras naciones surgieron a la vida independiente en el siglo XIX como repúblicas que intentaron legitimarse democráticamente y constituirse bajo el imperio de la ley respetando la libertad individual y los derechos humanos. Por eso, nuestra América fue, no pocas veces, puerto de libertad para los perseguidos de la tierra.
Contra ese legado conspiraron siempre y hasta ahora el caudillismo, las dictaduras, la anarquía, las revueltas, rebeliones y revoluciones. Pero los valores fundacionales siguen ahí. Cada nación es responsable de defenderlos o culpable de abandonarlos. Yo ofrezco aquí la breve historia de cómo en mi país el régimen ha matado la república usando la más antigua y vil adulteración de la democracia: la demagogia.
Hemos confundido o amalgamado democracia y república. Deberían ser, y en muchos casos han sido, compatibles y complementarias, pero no son idénticas. La democracia es la tarea política de los ciudadanos; la república es el andamiaje institucional y legal que la hace posible. Pero la democracia corre siempre el peligro de corromperse en demagogia, y es entonces cuando república y democracia pueden volverse antitéticas. Por desgracia, es el caso de México hoy.
La democracia, invento de los griegos, responde a la pregunta “¿quién tiene derecho a gobernar?”. La respuesta es: la mayoría. Pero para prevenir la corrupción demagógica idearon varias reglas diversas para separar de sus cargos a los líderes que, abusando de la popularidad, buscaban una concentración excesiva del poder, incurrían en ilegalidades o corrupción, o azuzaban revoluciones. En todo ese tiempo, a despecho de la diversa crítica a la democracia, la historia no registra una sola tesis que haya defendido la supresión política de la minoría en nombre de la propia democracia. Esa supresión tenía un nombre: tiranía. Y ningún tirano lo fue “en nombre” de la democracia.
La república, invento de los romanos, responde a la pregunta “¿cuáles son los límites que deben anteponerse al poder?”. La respuesta: todos los necesarios. Ese orden republicano, trabajado a lo largo de cinco siglos, llevó el derecho y, con él, la civilización romana a todos los confines de aquel mundo. Finalmente se derrumbó en manos de un líder y su cauda popular.
El régimen mexicano ha usado la democracia para acabar con la república. ¿Cómo lo ha hecho? Interpretando la democracia, con evidente mala fe, como la tácita voluntad del pueblo depositada en el régimen para hacer lo que le venga en gana, suprimiendo los derechos de la (inmensa) minoría. En latín, este recurso de la demagogia se denomina “falacia ad populum”. Consiste en pretender que la verdad depende de la cantidad de gente que cree en ella. Pero la verdad no es cuantitativa: no importa cuántos opinen esto o aquello, la verdad es un acuerdo entre el dicho y la realidad.
Los voceros del régimen practican ‘ad nauseam’la falacia ‘ad populum’. A menudo se ponen etimológicos: “demos, pueblo; cratos, poder”. O se sienten latinistas: “Vox populi, vox Dei”. O sentenciosos: “El pueblo nunca se equivoca”.
Precisamente como una hazaña de la democracia se ha querido presentar ese acto de barbarie (cruelmente) llamado reforma judicial, que liquida la carrera judicial y ordena que todos los jueces y magistrados sean electos por voto popular. “El pueblo pidió la reforma para acabar con la corrupción y el nepotismo”, se proclama demagógicamente. Doble falacia: ¿dónde consta que “el pueblo” pidió esa insensatez? Y, aun si así fuera, esa opinión no probaría la verdad sobre su pertinencia. Y, para colmo, el cinismo: el régimen que ha abusado del nepotismo y la corrupción lava su conciencia invocando al pueblo.
El endiosamiento del poder produce esos engendros. Grecia no recobró su democracia. Roma sacrificó por siempre a su república. Ahí, inverosímilmente, sin división de poderes ni respeto a la ley ni órganos autónomos, con las hordas del crimen a nuestras puertas, en el espectáculo del pan y circo, en el vasto reino de la mentira, precarias las libertades, desvirtuada la democracia, destruidas las instituciones republicanas, por desgracia, está México hoy.