
No recuerdo unas elecciones más aburridas que las del 2013 en Ecuador. Por aquellos años vivía en Quito y el gobierno de Rafael Correa atravesaba su mejor momento. El joven ‘outsider’ del 2006 –quien le había arrebatado el triunfo al millonario Álvaro Noboa– se había asentado en Palacio de Carondelet y ganaba sus terceras elecciones presidenciales, por segunda vez en primera vuelta (2009 y 2013). En estos comicios, obtuvo el 57% de los votos válidos (su más alto respaldo), muy lejos de su rival de turno, Guillermo Lasso, otro millonario, con solo 22%. Correa gozaba de una mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y se despachaba contra la oposición todos los sábados en una suerte de asambleas populares televisadas, fiel al estilo bolivariano que dominaba por entonces la geopolítica regional. Nada más soporífero para un politólogo comparativista que un aprendiz de dictatorzuelo con demasiada popularidad.
Pero para los ojos del sociólogo, comprender las transformaciones sociales como consecuencia del asentamiento del correísmo, resultaba más inquietante. Cuando se estudia a los ‘outsiders’ antiestablishment (como lo fue Correa), la ciencia política pone atención en la volatilidad electoral, la construcción del vehículo político o partido en ciernes, hasta quizás la penetración territorial de la emergente fuerza política. La sociología, por su parte, pone más énfasis en los cambios en las jerarquías sociales como resultado de los colectivos societales que dicho retador del sistema lleva al poder. El ‘outsider’ no llega a la cúspide solo, sino acompañado de seguidores madrugadores y/o oportunistas de turno, muchos de los cuáles habían sido expulsados del establishment o sencillamente nunca tuvieron la oportunidad de pertenecer a él. Así, el estrenado gobierno antiestablishment empieza a forjar su tecnocracia, sus cuerpos de burócratas que irán penetrando el Estado, sus intelectuales orgánicos –algunos reciclados y otros aspirantes a un nombre propio–. Las reformas de políticas públicas que ejecuten –por ejemplo, en la educación superior– traerán sus propios ganadores y perdedores. Y con ello, darán forma política a la rejerarquización social, especialmente a esas clases medias emergentes que acceden a cargos de toma de decisiones y se benefician de las prebendas del nuevo periodo gubernamental, y a los sectores populares que se engranarán en las maquinarias clientelares del populismo de turno. En sociedades de altas tasas de informalidad, como Ecuador (y el Perú), esta plasticidad social se desarrolla con mucha más facilidad.
El correísmo en Ecuador (2007-2017), el fujimorismo en el Perú (1990-2000) y el cogobierno de Cinque Stelle tanto con la derecha populista como con la izquierda institucionalista (2018-2021) son ejemplos del acceso al máximo poder nacional de actores antiestablishment que abren las puertas de los más altos puestos dirigenciales de una nación a nuevos segmentos sociales. En aquellos casos que logran estabilizarse y sostenerse a pesar de las reacciones del establishment (de los “pelucones” ecuatorianos y de la “pituquería limeña”, respectivamente), el reacomodo de grupos sociales echa raíces, lo que les permitirá cierta permanencia en el tiempo y, dificultará su eventual desmontaje. Para ello, en algunos casos –como grafican los países latinoamericanos indicados– recurrirán a estrategias autoritarias, concitando así una paradoja: esta suerte de oxigenación social –democratizadora en términos de renovación de élites– se consigue a costa de autoritarismo en el sistema político.
Recordemos que estamos ante sistemas de partidos enclenques, casi inexistentes. Por lo tanto, las nuevas formaciones políticas –Revolución Ciudadana en Ecuador, Fuerza Popular en el Perú– no son herederas de tradiciones partidarias republicanas sino de la confrontación de sus líderes fundadores con las respectivas castas. Esas luchas fueron traumáticas, con asambleas constituyentes y movilizaciones populistas de por medio. En tal afán de confrontación, se llevaron por delante el pluralismo –estigmatizaron a quienes se oponían democráticamente a sus regímenes– y la institucionalidad –incluyendo las reglas de juego que ellos mismos establecieron–. Independientemente del color de sus reformas (de izquierda o de derecha), sus cuadros políticos justificaron tal iliberalismo político en la necesidad refundacional de naciones ante crisis crónicas. Pero había un sustento sociológico más profundo detrás de esta nueva clase política: son la representación de los sobrevivientes de crisis económicas (la dolarización en Ecuador, la hiperinflación en el Perú), de la reconceptualización de la informalidad ya no como salvavidas sino nuevo status quo, de la expansión de la educación universitaria (pero también de su pauperización). Así, estos proyectos políticos terminan ideologizándose “desde abajo”: portan el pragmatismo ante situaciones críticas, la flexibilidad ante el Estado de derecho, pero también el conservadurismo moral de sociedades andinas y burguesías truncadas.
Tarde o temprano son expulsados del poder ya sea por la lucha política o por simple desgaste ante las mayorías. Pero estos proyectos no desaparecen de la noche a la mañana como suponen sus rivales, sino que alcanzan cierta resiliencia dadas las transformaciones sociales que promovieron consciente o inconscientemente. Continúan dominando la representación parlamentaria y, no debería sorprendernos, si eventualmente, puedan retornar al Ejecutivo aún sin el liderazgo del patriarca. Para comprender la longevidad de estos fenómenos políticos, resulta necesario auscultar las capas sociales sobre las cuáles se asientan.
En unas cuantas semanas, Ecuador volverá a las urnas para definir en balotaje entre la reelección de Daniel Noboa o la vuelta del correísmo vía Luisa González, quienes empataron hace unos días con el 44% de los votos válidos, a pesar de la oferta fragmentaria. Después de la elección de Lenin Moreno –vicepresidente de Rafael Correa, quien terminó traicionando su legado–, ningún candidato de Revolución Ciudadana ha estado tan cerca de ganar una elección presidencial. Pero al frente no está cualquiera, sino el heredero de la mayor fortuna económica ecuatoriana, incumbente asentado en los recursos estatales y beneficiario de la fuerza anticorreísta. El pronóstico es reservado y seguramente el final será fotográfico, así que no se puede descartar el retorno del correísmo, no solo a Carondelet sino al vecindario sudamericano. Distraídos por el aniversario de Milei en la Casa Rosada y el primer mes disruptivo de Donald Trump en la Casa Blanca, corremos el riesgo de soslayar la posibilidad del inicio de un efecto dominó socialista en nuestras fronteras, pues antes de nuestro 12 de abril del 2026, bolivianos y chilenos definirán si Evo Morales y Michelle Bachelet conseguirán sus propios (e inesperados) retornos. ¿Acaso todos vuelven?

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