Alexander Huerta-Mercado

“Antes de nacer, creo que nos pasan toda nuestra vida como si fuera una película”, me dijo Pedro cuando compartíamos el uniforme gris escolar de los años 80, cuando no teníamos la más mínima certidumbre de qué nos depararía el futuro. Tengo la impresión de que Pedro pensaba en su futuro como gran artista desde siempre. Eran tiempos sin Internet y sin celular, y lo que nos conectaba eran los teléfonos fijos y lo que habíamos visto el día anterior en la televisión. Así pues, cuando se transmitió “El padrino” por televisión, Pedro ya imitaba a creando el personaje de “el Pedrino” (no puedo describirlo, pero no solo la voz, sino también la cara le salía idéntica). También por teléfono me ofrecía su imitación de un monstruo de “Ultrasiete” (me hacía notar que los monstruos japoneses no rugían, sino chillaban). También, cuando Michael Jackson deslumbró con su famoso retroceso lunar, Pedro nos hizo una exhibición en el salón de ese imposible movimiento premunido de los clásicos zapatos escolares en el piso del salón de clase. Y fue en ese salón en el que nos dibujaba en la pizarra construyéndonos historias, nos ponía apodos surrealistas, hacía selvas de origami, imitaba a los profesores, tocaba guitarra recostado en las carpetas y creaba personajes. Nos contagiaba sus ganas de sacarle hasta la última gota de jugo a la vida. Nos dejaba un mundo mejor.

Éramos una generación rara y descreída, habíamos nacido con el golpe de Estado, no habíamos conocido la democracia sino hasta acabar la primaria, para luego vivir la violencia política, la inseguridad y la crisis económica. Lima sinceraba su rostro frente al país bajo el ritmo de la música chicha, cuya trova hablaba del ser proletario, ambulante, del muchacho provinciano. Las fiestas se hacían de toque a toque (de queda) y los que no sabíamos bailar nos amparábamos en el rock, que nos permitía saltar. Todo era frenético y cambiante: nuevas identidades, nuevos tiempos.

Habíamos vivido un largo período de dictadura militar que nos había colocado de espaldas a las revoluciones juveniles occidentales de finales de los 60, y grupos como aparecieron cuando estábamos viviendo nuestra pequeña revolución sexual entre los pedazos de democracia que comenzábamos a respirar. Ya no era música para una sola clase social, sino que la aventura urbana juvenil cobraba forma de narrativa bonita, la hacía canción, la hacía importante, nos hacía protagónicos: ya sea regresar borrachos a casa y sentir que la cama nos daba vueltas, reencontrar un antiguo amor o fantasear con una aventura amorosa.

Lo gracioso es que Pedro era bastante tranquilo y muchas de las historias que componía ocurrían solo en su imaginación o las recogía gracias a su gusto por las conversaciones cálidas que siempre compartía. Eran épocas muy intensas, el Perú bullía y era tiempo de autodidactas que no avanzaban solos, sino acompañados de la inspiración de una sociedad que se abría al mundo; de los profesores, del barrio, de los amigos, de la familia, de los amores no correspondidos, de la calle, inventando siempre mucha alegría.

El Pedro que salía en los videos, el que cantaba en “Trampolín a la fama”, el que hacía giras por todo el Perú era el mismo que de adolescente habitaba un hogar de piano, guitarra y pósteres de , de lonche y camaradería junto con su madre Rosita, su hermano Patricio y su hermana María Fe, en uno de los hogares más cálidos que podríamos imaginar. Creo que eso fue lo que hizo que Pedro fuera siempre tan cercano. Se le percibía como uno más de la familia; su calidez era para todos y eso se traslucía en su amor por toda su familia.

Es difícil encontrar acuerdos en un Perú que no es un solo país, sino muchos, con una historia difícil, con una geografía que lo convierte en un pequeño continente y con una distribución de poder que lo hace sumamente desigual. Además, definitivamente no tenemos los políticos que merecemos, pero, recuérdenlo, sí tenemos a los artistas que necesitamos y que nos unen. Cuando atravesaba en combi todo Lima para llegar a la universidad, notaba cómo el chofer cambiaba la estación de radio cuando pasábamos por distintos distritos, adaptándose a los diversos gustos musicales de la ciudad. Hace poco, cuando íbamos apretujados en este verano cuyo calor convertía a la combi en un círculo del infierno y nos llenaba de modorra, noté que todos los desconocidos teníamos una suerte de acuerdo para menear la cabeza al ritmo de la voz de en la radio. El chofer no cambió de estación y seguimos durante una hora todo un especial dedicado a él. Pese a nuestras diferencias y a lo incómodo del viaje, la música de Pedro nos unía y nos hacía el momento más alegre. Ese siempre será Pedro.

“Creo que la obra de arte ya existe en un mundo aparte; lo que hace el artista es como bucear y rescatarla”, fue una idea que me comentó Pedro en el colegio. Pienso que, con el tiempo, se volvió un peregrino de ese mundo. Me gusta pensar que en este momento él está ahí, sembrando alegría en el cielo con la complicidad de los ángeles, como lo hacía en aquel salón de clases.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Alexander Huerta-Mercado es antropólogo, PUCP

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