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Un ecosistema que impulse la filantropía, no que la frene
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La filantropía nace de la decisión voluntaria de actores privados de poner sus recursos —financieros, humanos o técnicos— al servicio del bien común. En un país como el Perú, marcado por profundas brechas sociales y ambientales, necesitamos sumar todas las voluntades posibles para ampliar las oportunidades de quienes enfrentan mayores desafíos.
La filantropía puede desempeñar un papel clave en el diseño de soluciones innovadoras, en su implementación eficiente y en la generación de evidencia que permita escalar lo que funciona. Es, en muchos casos, un espacio de experimentación social que puede nutrir las políticas públicas cuando se construyen alianzas con el Estado.
Pero para que la filantropía despliegue todo su potencial, necesita operar en un entorno que la habilite. Esto implica contar con condiciones que fomenten la innovación, la colaboración y la agilidad. Se requiere un marco legal claro, incentivos fiscales adecuados, una cultura de donación sólida, confianza entre actores y, sobre todo, instituciones públicas que acompañen y faciliten, en lugar de obstaculizar.
La reciente ley aprobada por el Poder Ejecutivo, que modifica las funciones de la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI), va en la dirección contraria. Lejos de fortalecer el ecosistema, introduce barreras que dificultarán la labor de las organizaciones de la sociedad civil, muchas de las cuales actúan como puente entre las necesidades urgentes de la población y la solidaridad internacional.
La norma establece que todo proyecto financiado con cooperación internacional deberá ser aprobado por la APCI antes de su ejecución. Esto plantea dos preocupaciones fundamentales. Primero, la ley no define con claridad los criterios que se utilizarán para otorgar esa aprobación, lo que genera incertidumbre y abre espacio para decisiones arbitrarias. Segundo, no está claro si la APCI cuenta con la capacidad técnica y operativa para responder con la celeridad que requieren las organizaciones que trabajan en campo.
El rol de supervisión del Estado es legítimo y necesario. Pero ese control no debe convertirse en un freno para quienes actúan con transparencia y compromiso por el bien común. Tampoco debe desalentar a los donantes internacionales que, ante un entorno incierto, podrían redirigir sus recursos a países con reglas más estables y predecibles.
El mensaje que transmite esta ley es de desconfianza hacia quienes hoy donan su dinero, su tiempo o su conocimiento para mejorar la vida de las personas más vulnerables.
Necesitamos un entorno que sume, no que reste. Que facilite, no que complique. Que permita canalizar más recursos hacia la filantropía, no menos. Porque si no lo hacemos, quienes terminarán perdiendo serán las comunidades que dejarán de recibir apoyo en salud, educación, empleabilidad, desarrollo rural y muchas otras áreas donde hoy la filantropía, con apoyo de la cooperación internacional, está marcando una diferencia real.

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