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Estudié mis posgrados en Harvard en una clase de 22 alumnos donde más de la mitad provenían de China, Corea del Sur, Japón, Hungría, España, Francia, India, México y Chile. Y donde teníamos profesores estadounidenses, pero también de Israel, Lituania, España, Italia… y dos de ellos, Claudia Goldin y Eric Maskin, hoy ostentan el Premio Nobel de Economía. Mientras muchos de mis compañeros extranjeros se quedaron a vivir en Estados Unidos y hoy enseñan en universidades como Stanford, Harvard, Northwestern y Berkeley, quienes regresamos a nuestros países lo hicimos con una mirada más amplia, con vínculos duraderos y con un respeto profundo por el valor de la academia estadounidense. No hay ‘soft power’ más potente que ese. Pero hoy esa comunidad está siendo atacada.
El gobierno de Donald Trump ha declarado la guerra a las universidades y, en particular, a Harvard, como símbolo de una élite ilustrada que le resulta sospechosa. El mandatario sostiene que son bastiones antiamericanos porque promueven ideas “radicales” -como el antirracismo, el feminismo, la crítica al capitalismo o el apoyo a los inmigrantes- y adoctrinan a los jóvenes en contra de los “valores tradicionales” estadounidenses. Ahora amenaza a Harvard con prohibir la matrícula de estudiantes internacionales.
Paradójicamente, estas universidades que forman parte de lo que en Estados Unidos se conoce como la ‘Ivy League’ son cuna de buena parte del progreso económico, médico, tecnológico y social de ese país. Han sido históricamente semilleros de innovación científica, pensamiento crítico y redes internacionales que permiten alianzas de investigación. Ese tipo de colaboración es la regla en la ciencia de calidad porque hace posible incluir otras miradas, aprender de experiencias internacionales, hacer comparaciones. No hay Nobel, start-up ni investigación influyente que nazca del aislamiento.
En los últimos meses, el ataque de la administración Trump se intensificó con la acusación de que universidades como Harvard no han protegido adecuadamente a los estudiantes judíos ni condenado con suficiente claridad a Hamas. El antisemitismo por supuesto que existe, pero lo que hace el gobierno de Trump es usar ese dolor real con fines políticos. Su objetivo no es proteger a la comunidad judía, sino castigar a las universidades que piensan distinto. Se invoca la lucha contra el odio para justificar la censura y el silenciamiento del disenso.
Por todo lo anterior, lo que está ocurriendo es mucho más que una política migratoria hostil. Es un ataque deliberado contra la libertad académica y el pensamiento plural en un contexto de creciente oposición hacia las ciencias sociales, el cambio climático, los estudios de género y la historia crítica de Estados Unidos. Lo dijo el rector interino de Harvard, Alan Garber, en una carta abierta: “Ningún gobierno -independientemente del partido que esté en el poder- debe dictar lo que las universidades privadas pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden seguir”.
Revocar el permiso para matricular a estudiantes extranjeros minaría uno de los pilares del liderazgo global de Estados Unidos: su capacidad para atraer, formar y retener talento del mundo entero. Esta política se presenta como defensa de “valores americanos”, cuando lo más americano siempre ha sido dar la bienvenida al talento global. De hecho, casi el 80% de los premios Nobel estadounidenses en ciencias desde el año 2000 han sido inmigrantes o hijos de inmigrantes.
Siendo la universidad más rica del mundo, Harvard puede resistir los recortes de más de US$9.000 millones de fondos federales decretados por el gobierno. Defender su matrícula internacional, equivalente al 28% de todo su alumnado, implica resguardar el derecho a pensar, disentir, colaborar y aprender del otro. Es decir, supone defender la idea misma de lo que es una universidad y la promesa democrática que la sostiene.

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