
Justo a mitad de nuestra maratón familiar de Volver al Futuro (en el segundo episodio de la saga, en el momento en que Marty McFly viaja en el DeLorean con el doctor Brown desde octubre de 1985 a octubre del 2015 y se encuentra consigo mismo convertido en un adulto mayor), justo en ese momento se me ocurre poner pausa y preguntarle a Julieta, mi hija de siete años: «¿Qué preferirías: viajar al pasado y conocernos a mamá y a mí antes de ser novios, o viajar al futuro y verte a ti misma de mayor, con tus hijos y nietos?». Mi esposa gira la cabeza y me echa una mirada como diciendo: ¿por qué siempre preguntas cosas tan absurdas? Después de evaluar las alternativas, mi hija responde sin titubeos: «viajar al pasado y verlos a ustedes el día en que se conocieron, igual que Marty con sus papás».
De pronto, los tres imaginamos el momento. Es 15 de julio de 2012; acaban de presentarnos a Natalia y a mí en una discoteca de Lima, conversamos dentro de un pequeño círculo de amigos, y nos sonreímos con el gesto lelo con que se miran los que saben que van a enamorarse. Sonreímos a pesar de que en los parlantes quizá suena alguna bazofia de Don Omar o, peor, el hit de aquel año: el Gangnam Style. Julieta nos mira desde la barra. Es una menor de edad, no debería haber podido ingresar al local, pero la mente se impone a las convenciones de la realidad y permite recrear la situación. Tiene ganas de acercarse, presentarse y advertirnos lo que va a suceder en los años siguientes («ustedes dos se casarán, se irán a vivir a España, tendrán dos hijas»), pero se contiene, porque –al igual que Marty McFly– no puede decir que viene del futuro ni dar demasiada información respecto del porvenir, no vaya a ser que genere una grieta en la línea de tiempo y provoque una alteración de los acontecimientos poniendo en riesgo su propio nacimiento. A cambio, se queda parapetada en la barra y se ríe (se burla más bien) viéndonos bailar merengues, vallenatos o, peor, la horrenda coreografía del Gangnam Style.
Y mientras escucho a mi hija especular de lo más entusiasmada con esa ficción de la vida que no vivió, la vida anterior a ella, yo también viajo en el tiempo –la memoria es un DeLorean con un potente condensador de flujo– y me detengo en 1969, en concreto en un día de octubre, e ingreso de forma sigilosa al despacho del Ministerio de Economía donde mis padres se conocieron, en plena dictadura militar. Qué maravilla, pienso, sería haber podido atestiguar ese momento y comprobar si los hechos ocurrieron tal cual me serían posteriormente relatados. También mi esposa se aventura y emprende un viaje mental a 1974, a la casita de Miraflores donde sus padres se vieron por primera vez en medio de una fiesta, y se queda allí, apoyando el hombro en una columna, observándolos interactuar tal como lo que eran entonces: él, mi suegro, un chiquillo de veinticinco años, y ella, una jovencita de diecinueve. Mi esposa se concentra para no interrumpirlos, para no revelarles lo que vivirán: «se casarán, viajarán a Canadá en 1990, volverán al Perú, tendrán dos hijas y cinco nietos».
«Ya, papi, pon play», me pide mi hija, cansada de tanto viaje sin escalas a la época anterior a su llegada al mundo, con ganas de saber si el maloso Biff Tannen atrapará o no a Marty McFly. Entonces nos concentramos otra vez en la pantalla, y por medio de los ojos de Julieta vuelvo a ver esa película como si estuviera en diciembre de 1989, en el cine Pacífico, al lado de mi hermana; y vuelvo emocionarme con la fuga de Marty en la patineta voladora, con todos los enredos en que cae tratando de recuperar el almanaque, y con las paradojas cronológicas provocadas por la máquina del delirante doctor Brown. «Yo tuve que esperar cuatro años entre el estreno de la primera parte y el de la segunda», le susurro a mi hija al oído para que se entere cómo funcionaba el mundo de ayer. «Shhh, papi», me calla, con ternura. Y yo, por supuesto, guardo silencio, pensando en que la vida es una inagotable espiral de repeticiones, y que todos los padres, siempre de la mano de nuestros hijos, mientras más cerca creemos estar del futuro más velozmente nos dirigimos al pasado.

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