El presidente del Poder Judicial, Duberlí Rodríguez, había adelantado esta decisión tomada por la sala plena de la Corte Suprema. (USI)
El presidente del Poder Judicial, Duberlí Rodríguez, había adelantado esta decisión tomada por la sala plena de la Corte Suprema. (USI)
Editorial El Comercio

El paso de los días desde que se inició la crisis provocada por los audios que revelaron la corrupción en el sistema de justicia del país ha ido confirmando lo que se sospechó desde un principio: que no estamos ante un problema con manifestaciones aisladas que pueda ser tratado con extirpaciones quirúrgicas y sin afectar el funcionamiento de toda la estructura. Lo que hemos descubierto a través de la divulgación de nuevas grabaciones o de investigaciones sobre las relaciones que sugerían los registros conocidos inicialmente es, efectivamente, que los jueces y miembros del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) envueltos en el escándalo no habrían podido proceder como procedieron de no haber existido a lo largo y ancho de esa estructura una vasta red de complicidad o, en el mejor de los casos, de tolerancia frente a su conducta.

La consecuencia lógica de ello ha sido que no solamente esos jueces y miembros del CNM han tenido que renunciar a sus cargos o han sido retirados de ellos, sino que otros actores del sistema de justicia, no necesariamente responsables de delitos o faltas graves ellos mismos, se han visto obligados a dar también un paso al costado o a señalar su disposición a hacerlo. Lo primero le ha ocurrido al ahora ex ministro de Justicia Salvador Heresi; y lo segundo, a los cuatro integrantes del CNM que todavía permanecen en sus puestos pero ayer anunciaron que ponían sus cargos a disposición del Congreso.

¿Qué los ha arrastrado a ese alejamiento? Pues la pasividad o complacencia que mostraron frente a un estado de cosas que afectaba una dimensión de la vida ciudadana por cuyo sano funcionamiento ellos estaban supuestamente obligados a velar. ¿No conocían, por ejemplo, las acusaciones y sospechas que habían pesado sobre el juez César Hinostroza cuando aceptaron sus invitaciones sociales o le pidieron asistencia en materias jurídicas particularmente espinosas? ¿No distinguieron los intereses que se movían detrás de las discusiones y votaciones en el pleno del CNM cuando de pronto se nombraba a la gente recomendada y se postergaba a la recomendable? Seguramente sí y, como es obvio, ninguna reforma del sistema judicial sería verosímil conservándolos en su interior.

Existe, sin embargo, un actor más del sistema al que esta misma lógica le sería aplicable, pero no se da por aludido. Nos referimos, claro, al presidente del Poder Judicial, Duberlí Rodríguez, cuyas muestras de pasividad y tolerancia ante la turbia realidad ya descrita no lo convierten en el mejor aliado de la reforma a la que se aspira.

Las imágenes en las que aparece junto al juez Hinostroza en una misa celebrada en octubre pasado por el cumpleaños de este último, su concurrencia al almuerzo por el cumpleaños de la madre del empresario Antonio Camayo (pieza clave en el tráfico de influencias revelado en más de un audio) o las cosas que su entonces asesor de comunicaciones, Luis Alberto Díaz, dice en su nombre en una llamada con el juez Walter Ríos son suficientes como para mostrarlo bajo una luz inquietante.

Pero son sus palabras, en realidad, las que lo dibujan como un conductor poco adecuado para el poder que encabeza en los tiempos de cambio que tendrían que avecinarse. En una reciente entrevista con este Diario, Rodríguez declaró: “Admito que hemos bajado la guardia en la lucha contra la corrupción”. Y también: “Estoy admitiendo negligencias de parte nuestra; particularmente en las labores de control y fiscalización”. Y la verdad es que, al tiempo de saludar su sinceridad, hay que decir que resulta difícil imaginar un reconocimiento de parte más descalificador para quien debería asumir un rol determinante en el proceso que se busca.

Ayer, Rodríguez ha aseverado también que el Poder Judicial “está herido, pero no herido de muerte” y que “a grandes males, grandes remedios”. Pues bien, el gran remedio que hace falta para salvar al herido, entonces, quizá sea el de cambiar a quien, por propia confesión, bajó la guardia contra la corrupción, a pesar de ser el primero de los funcionarios llamados a mantenerla en alto.