El Estado no genera riqueza. La riqueza la genera la gente. Es decir, las personas y las empresas que crean los bienes o prestan los servicios que otra gente necesita. Lo que ocurre, y muchas veces se olvida, es que tales actividades económicas son gravadas con impuestos que el Estado solo se encarga de recolectar para luego destinar, con mayor o menor acierto, a los fines que la tarea de mantener el país en marcha requiere.
Lucir generoso o ‘solidario’ con el dinero que se ha obtenido en realidad de otros es, sin embargo, una tentación a la que los gobiernos y los gobernantes suelen sucumbir con agrado. Es un espejismo que reporta popularidad y, por lo tanto, el punto número uno del recetario del populismo y la demagogia. Popularidad y aprobación en las encuestas son, después de todo, los ingredientes que le permiten a una administración llevar la fiesta en paz y que, más temprano que tarde, se traducirán en intenciones de voto que algún día se podrán cosechar.
La presente administración, lamentablemente, no es ajena a este mal. Desde que la emergencia del COVID-19 se declaró en el territorio nacional, el tópico ha sido merodeado por el Ejecutivo cada vez que en sus comparecencias diarias ante la prensa el presidente o alguno de sus ministros ha mencionado “el gran esfuerzo” que el Gobierno estaría haciendo con los bonos a las familias de bajos recursos o la inyección de dinero que supone el plan Reactiva Perú. La insinuación es engañosa. El esfuerzo, como ya hemos hecho notar, es de los contribuyentes.
En su presentación del último domingo, no obstante, el actual mandatario formuló la falacia ya de modo explícito y minucioso. “Aquí es solidario el Estado Peruano, que [contribuye] con todos sus ahorros, [con] más de S/5.000 millones para 6’800.000 familias en estado de vulnerabilidad”, afirmó en una supuesta ilustración del tipo de actitud que demandaría de algunos peruanos el impuesto a la riqueza o a los ingresos que se está considerando en Palacio.
Pero la pretendida “solidaridad” de la que quiso hacer ostentación es practicada, insistimos, con dinero ajeno. Con dinero que proviene, de hecho, de buena parte de las mismas personas a las que ahora se les quiere dar el ejemplo de cómo tendrían que comportarse ante la eventualidad de que una nueva carga tributaria sea volcada sobre sus espaldas. Porque en el Perú, ya se sabe, más del 70% de la población económicamente activa (PEA) se mueve en la informalidad y, en consecuencia, no paga impuestos directos.
Los impuestos los paga un reducido grupo de personas a las que ahora se estudia cómo apretar un poco más.
El problema, además, resulta más grave todavía en la medida en que, para tratar de evitar las críticas a la iniciativa que ya empiezan a menudear, el propio jefe del Estado ha revelado: “Ni siquiera hemos analizado el tema con profundidad”. Si eso es así, ¿qué sentido tiene agitar las aguas con la posibilidad de materializar una idea cuyos alcances y perfil el Gobierno no se ha tomado el trabajo de definir?
Muy sencillo: tiene el sentido de lucir, como decíamos al principio, generoso. Es como si le estuvieran diciendo a la población: “Todavía no sabemos exactamente cómo, pero vamos a ser dadivosos y espléndidos con ustedes”. Sobre todo, habida cuenta de que el Congreso está en un esfuerzo similar.
En lugar de contrapesarse y fiscalizarse mutuamente, Ejecutivo y Legislativo parecen enfrascados, en efecto, en una competencia por demostrar quién puede ser más “solidario” con los fondos de terceros. Y tratan de azuzar a los potenciales beneficiarios de esa postiza munificencia contra quienes los pongan en evidencia.
Sin embargo, aquí por lo menos, ese intento de intimidación no funciona.
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