"Abimael Guzmán no fue un luchador social ni un romántico guerrillero, fue un genocida responsable del episodio más violento de la historia del Perú, y así debe ser recordado para siempre"(Foto: GEC).
"Abimael Guzmán no fue un luchador social ni un romántico guerrillero, fue un genocida responsable del episodio más violento de la historia del Perú, y así debe ser recordado para siempre"(Foto: GEC).
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Editorial El Comercio

Ayer se confirmó el fallecimiento del peruano más infame del que se tenga registro y uno de los asesinos más brutales del siglo XX en todo el planeta, Abimael Guzmán Reinoso. El fundador y cabecilla de Sendero Luminoso, el movimiento terrorista más sanguinario de la región, pasó sus últimos 29 años de vida en prisión, al amparo de los derechos humanos que le garantizó el mismo Estado que él juró destruir. Que su muerte haya acaecido en la víspera de otro aniversario de su histórica captura (una que se consiguió dentro de los marcos de la democracia y con un solo disparo) debe servirnos como un recordatorio de que las armas de la ley peruana prevalecieron por encima del terror y la protervia que los senderistas empuñaron.

La Historia debe guardar registro de que Guzmán y sus huestes le declararon la guerra abierta no solo al Estado Peruano –encarnado en sus autoridades y las fuerzas del orden–, sino a la nación entera. En su demencial intento de tomar el poder por las armas, Sendero Luminoso pulverizó comunidades en las zonas más pobres del país, esas que precisamente decía representar. Es imposible leer los testimonios e investigaciones recogidos en la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) de masacres como la de Lucanamarca en 1983 –donde 69 personas fueron asesinadas con hachas y machetes, incluyendo 18 niños de entre 6 meses y 10 años– sin sentir una profunda repulsión por el salvajismo de esa gavilla de asesinos. Tampoco, del mismo modo, sin sentir un hueco en el estómago ante el horror inenarrable que decenas de miles de compatriotas tuvieron que padecer y cuyos deudos, hasta el día de hoy, siguen cargando en el alma.

Abimael Guzmán no fue un luchador social ni un romántico guerrillero, fue un genocida responsable del episodio más violento de la historia del Perú, y así debe ser recordado para siempre.

Las ideas de Guzmán fueron derrotadas junto con él, y deben también morir con él. En esta discusión no existen posiciones intermedias ni matices. Es por eso justamente que desde este Diario hemos alertado y llamado la atención en más de una oportunidad respecto del enorme riesgo que supone la infiltración de personas con simpatías terroristas –e incluso antecedentes– en las más altas esferas del poder político. Los comentarios elogiosos del titular de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), Guido Bellido, respecto de subversivos y sus ideologías; los testimonios que comprometen al ministro de Trabajo, Iber Maraví, con atentados terroristas; la visita de César Tito Rojas, miembro del Movadef –brazo político de Sendero Luminoso– a la PCM, entre otras revelaciones, dan a entender que la lucha contra las ideas de Guzmán no ha concluido ni se encuentra circunscrita al VRAEM. Más bien, para posible beneplácito del fallecido criminal, las tenemos hoy más cerca que nunca de Palacio de Gobierno.

El gobierno actual, responsable de defender al Estado, y sus aliados no pueden hacer otra cosa que ser tajantes en su condena al terrorismo y a Guzmán, pero algunos aquí están jugando con fuego. Ante el fallecimiento del cabecilla senderista, por ejemplo, el ministro de Salud, Hernando Cevallos, señaló que le parecía “lamentable el fallecimiento de cualquier persona”. Mucho más grave aún fue el comentario en redes sociales de Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre, quien indicó que el país debería reflexionar sobre “si las causales del terrorismo subversivo y de estado [sic] han desaparecido, menguado o se mantienen”. Cerrón agregó que “mientras existan grupos humanos privilegiados y otros explotados, la violencia encontrará tierra fértil”, como si la insania criminal de Sendero Luminoso pudiera justificarse en la pobreza material (que, dicho sea de paso, jamás afligió a Guzmán) en vez de en la narrativa retorcida de un grupúsculo criminal para capturar el poder a toda costa.

Las instituciones peruanas deben disponer de todas las herramientas que les otorga el Estado de derecho para prevenir cualquier infiltración subversiva en el aparato público. Si desde lo más alto del Poder Ejecutivo no existe esa voluntad, otras instituciones deberán levantar la voz y hacer sentir que en el Perú hay tolerancia cero con el terrorismo. Nuestro país le ganó la guerra a Sendero Luminoso, pero la victoria no será total mientras su ideología pueda seguir vigente. Si el fallecimiento de Guzmán sirve para algo, que sea para recordar que, parafraseando a Thomas Jefferson, el precio del Estado de derecho es su eterna vigilancia.

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