“El enemigo de mi enemigo es mi amigo”, dice un conocido proverbio árabe. En el fragor de la coyuntura política por la que atraviesa hoy el Perú, la tendencia a tomar bandos y formar alianzas implícitas es natural. Pero cuando los méritos de una persona se juzgan con base en su utilidad para el bando al que pertenece, y no en función de su credibilidad o trayectoria, se corre el riesgo de caer en serios errores.
Esto cobra especial relevancia cuando hablamos de los aspirantes a –o, ya de plano– colaboradores eficaces que han comenzado a aparecer en los últimos meses y que vienen denunciando presuntos actos de corrupción cometidos en el interior de este gobierno, incluso con la aquiescencia o participación directa –según sus versiones– del presidente Pedro Castillo. Hablamos aquí de Zamir Villaverde y de Karelim López, principalmente, pero también de otros que podrían seguir apareciendo con el paso de las semanas.
En primer lugar, conviene repetir una verdad evidente, pero no por ello inocua. En la medida en que hablamos de colaboradores de la justicia, estamos hablando de personas que se vieron envueltas en actividades ilícitas y que si hoy pueden proveer información sobre las esferas más altas del poder, fue porque se acercaron a ellas en un principio con fines nada elogiosos, sino más bien buscando obtener algún rédito personal.
Por eso, no debe dejar de llamar la atención la facilidad con la que algunos han celebrado las recientes apariciones mediáticas de Villaverde, quien, como se sabe, ha pasado de ser un hombre fuerte dentro de la estructura de poder del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) a convertirse en el principal delator de la supuesta mafia en el interior del gobierno liderada por el presidente. Esta semana, a Villaverde se le revocó la orden de prisión preventiva que cumplía desde marzo, lo que le ha permitido mayor libertad para dar su versión de los hechos en distintas tribunas.
Este Diario ha venido advirtiendo sobre los cada vez más comprometedores indicios que han venido apareciendo alrededor del mandatario y de varios de sus allegados y colaboradores más cercanos, pero ello no impide que compartamos serios reparos sobre la figura de Villaverde.
Después de todo, este es un delincuente que aprovechó su cercanía con el gobierno para su favor. En lugar de armar un show en diversos espacios, debe presentar pruebas. Y si en sus regulares apariciones mediáticas dice ahora exactamente lo que algunos opositores al gobierno esperaban con ansias escuchar, esto no es casualidad.
Villaverde no es un valiente abanderado de la lucha contra la corrupción; es un facilitador de esta. Sus declaraciones giran alrededor de imputaciones contra los organismos electorales, el MTC y personas del entorno presidencial, pero omiten el papel que él mismo jugó en el nombramiento de funcionarios obsecuentes dentro de ese ministerio y los favorecimientos en licitaciones en empresas chinas. Por si fuera poco, Villaverde arrastra también condenas por robo agravado y por colusión, lo que termina de dibujar al personaje en cuestión.
Nada de eso quiere decir, por supuesto, que sus acusaciones sean necesariamente falsas. Será tarea de la fiscalía evaluar la calidad de las pruebas que pueda ofrecer como colaborador eficaz.
¿Tiene Villaverde en su poder evidencias contundentes para comprobar la tesis de la fiscal Karla Zecenarro sobre la corrupción que salpica al presidente Castillo y abrir otros frente al gobierno, como las imputaciones sobre un supuesto fraude electoral? ¿O está, más bien, aprovechando el momento de notoriedad para ganar algún nivel de protección legal y cobertura política? Por ahora, las respuestas las conocen solo su abogado y el propio investigado. Pero lo que no se puede pasar por alto, mientras tanto, es que quien lanza las acusaciones es –él mismo– un componente clave de toda la maquinaria de corrupción que dice denunciar.