Santiago Pedraglio

Una pregunta clave de estos últimos meses se refiere al camino necesario para restablecer la autoridad del Estado sobre el territorio nacional. Una respuesta con muchos seguidores es restablecer la pena de muerte, lo que permitiría, suponen sus sostenedores, controlar la delincuencia –por lo menos, la más peligrosa–. Hay quienes la ven incluso como un escarmiento para sortear la corrupción.

Antauro Humala proclama que de llegar a la Presidencia de la República impondrá la pena de muerte para los corruptos apelando al cargo de traición a la patria. Pone énfasis en su aplicación a los presidentes corruptos y anuncia un mecanismo superexpeditivo: declarar írrita la Constitución de 1993 y poner en vigencia la de 1979, que, según su interpretación, permite castigar con la pena capital (Epicentro, 2 de noviembre del 2022). Por su parte, el actor Carlos Álvarez sostiene que todo delincuente o criminal “tiene que ser declarado como objetivo militar”. Considera que el sicariato, el secuestro y la extorsión deben ser considerados traición a la patria; esto es, pasibles de pena de muerte (Perú 21 TV, 28/1/2024 ).

Al margen de cualquier debate político, jurídico y hasta de derechos humanos, ¿es realista pensar, en el Perú, que la aplicación de la pena de muerte como medida líder del Estado va a controlar el crimen organizado, el sicariato, la corrupción…? Ciertamente, no.

Si se examinan el transporte de cocaína, la tala ilegal, la extorsión de mediana o gran escala, y otros graves delitos por el estilo, se verá que la gran mayoría de sus ejecutores son delincuentes jóvenes –¿los futuros fusilados?– o personas que en un alto porcentaje no son quienes dirigen el negocio ni en su provincia o región. Así, pues, los “tiburones” seguirán fuera de la mira. Y si bien los delincuentes jóvenes pueden llegar a ser fieros y crueles, no se puede perder de vista que el gran negocio ilegal hoy es transnacional. Está organizado y dirigido por medianas o grandes corporaciones transnacionales, si bien con asentamientos nacionales. En un contexto como este, los jóvenes son fácilmente intercambiables; los “tiburones”, no.

¿Qué son el Tren de Aragua o los grandes cárteles mexicanos y brasileños, las ascendentes mafias ecuatorianas y hasta las peruanas? Estudios sobre el tema indican cómo los cárteles se alían o captan bandas locales, cómo se enclavan en múltiples rubros ilegales, cómo blanquean en gran escala y cómo mudan su negocio prioritario según los cambios del mercado (léase, por ejemplo, “Transformaciones de las organizaciones criminales en América Latina”, de Nicolás Zevallos, Jaris Mujica y Christian Campos, publicado el 2023 ).

El control de las maras en El Salvador empuja a políticos y a parte de la ciudadanía hacia la salida “estilo Nayib Bukele”. No obstante, las copias no funcionan bien. En especial, tomando en cuenta que el país centroamericano, que ayer debe haber reelegido a su presidente, tiene 21.041 km²; es decir, ocupa un territorio más pequeño que la región de La Libertad (25.500 km²). Siendo graves, los problemas de allá tienen particularidades y las soluciones también han de tenerlas. Otro dato importante es que en el Perú la delincuencia no es solo ni principalmente una realidad urbana. Las grandes ganancias se originan en las largas fronteras, en amplias zonas de la Amazonía, en territorios de minería ilegal. Las ciudades son más el espacio de blanqueo que el lugar de origen del lucro.

No es fácil responder a la pregunta planteada aquí al comienzo. Habrá que seguir debatiendo y tratando de llegar a acuerdos teniendo en cuenta las múltiples aristas del problema para acometerlo de una manera integral.

Santiago Pedraglio es sociólogo

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