La muerte de Chespirito es una cortina de humo para que, allá en México, Peña Nieto tenga un respiro ante el escándalo de la masacre de Iguala, y aquí Humala lo tenga ante las pesquisas sobre López Meneses y Belaunde Lossio.
Suena imbécil, ¿verdad? Así me siento cada que me enredo en una discusión sobre si A es cortina de humo de B, cuando, en muchos casos, podría ser al revés. Pero en lugar de reafirmar mi relativismo (que todo es cortina de todo, según como lo mires), quiero ser más práctico: propongo minimizar el análisis de cortinas o elementos distractivos en política y, en la medida de lo posible, descartarlos de mi lenguaje.
La ‘cortina de humo’ tiene un origen bélico –provocar humo para que el enemigo no vea tus movimientos– y ha devenido, coloquialmente, en ‘hecho que sirve para tapar a otro hecho de mayor importancia’. No me gusta utilizar este concepto en el análisis de coyuntura, ni en el periodismo, porque supone que las noticias no tienen un valor intrínseco que las haga de por sí más o menos trascendentes; sino que son mera materia prima que los agentes del poder manipulan a su antojo para distraernos de sus traspiés. Y también supone que medios, redes y gente somos tan manipulables que no podemos atribuir a cada cosa la importancia que creemos que tiene.
Por el contrario, la desconfianza en poderes y prensa es tal que se volvió costumbre etiquetar a cualquier noticia vistosa de cortina, si no inflada, al menos sutilmente aprovechada por el poder. La costumbre de (des)calificar así a las noticias, sospechando que tienen mucho de invención, llega al extremo de que ya no se distinguen hechos de ocurrencia administrable o programable por el poder (una declaración altisonante, la difusión de un proyecto de ley, una renuncia, un indulto) de hechos complejos cuya manipulación podría ser delatada por las partes (una captura policial, una sentencia judicial, un enfrentamiento con la oposición) y de hechos imponderables (una muerte, un desastre natural).
El etiquetado masivo de las noticias como cortinas de humo es expresión del pensamiento conspirativo, esa creencia de que ‘todo encaja’ en un complot para hacernos imbéciles. Las teorías de la conspiración no suelen tener rango académico, pero sí muchísima popularidad. Sobreestiman la capacidad manipuladora de los actores políticos y subestiman la capacidad de lectura del público. Llevado al extremo, este pensamiento conspirativo es patológico y paranoico: “Necesito creer que todo está conjurado contra mí, para afirmarme”.
Ante la desconfianza extrema, ponderación. La aguda e informada malicia que asocia los hechos más dispersos en una causalidad manejada por sutiles asesores del poder, por lo general no es una habilidad intelectual. Por lo general, es una tara. ¡Cuánto mejoraría el mundo si atribuyéramos a los hechos de los demás el mismo caos, el mismo azar, la misma espontaneidad que marca nuestra vida!
Claro que hay hechos cuya programación y cobertura puede responder, parcialmente, a una voluntad de distraernos de lo más importante. Pero cada vez son menos y de menor efecto. Lo que prima, en el poder, es la producción de noticias, con la esperanza de que el público se entusiasme con las buenas y olvide las malas.